lunes, 19 de julio de 2010

STEFAN ZWEIG - "Memorias de un europeo"

                                                                  Stefan Zweig (1881-1942) 
En una de sus obras más interesantes, su autobiografía publicada en 1942 bajo el título de El mundo de ayer (Die velt von gestern), Stefan Zweig (1881-1942) nos ofrece, además de la belleza de una prosa sofisticada pero extremadamente precisa y lúcida, un panorama inquietante de la cultura europea que murió tras la Primera Guerra, y el espantoso mundo que surgió de las cenizas del pacto de Versalles y prohijó al nazismo.

Como uno de los más destacados escritores austríacos de su generación, nacido y educado en Viena, amigo de casi todos los poetas, músicos, filósofos y artistas de su Europa contemporánea (Rilke, Freud, Verhaeren, Barbusse,R. Rolland, P. Valéry, entre muchísimos otros),profundamente influenciado por esa cultura judeo-burguesa austríaca, acostumbrada a la libertad y educada en ese período heredero de cuarenta años de paz en ese imperio de los Habsburgo hoy quizá olvidado pero que dominó casi hoy  conocemos
seteceientos años los territorios de países que como Austria, Hungría, Serbia, Montenegro, parte de Polonia, etcétera, sobre bases de tolerancia e integración cultural -al menos, esa es la visión de este gran escritor-, Zweig escribe esta obra en el 42', cuando ya ha tenido que abandonar definitivamente su patria, en su exilio inglés.
Y si los primeros recuerdos de infancia, juventud y adolescenecia (que siempre refieren más al clima cultural, la obra de sus conocidos, colegas y contemporáneos y muy poco a cuestiones personales) está teñida de cierta nostalgia no excenta de crítica hacia el mundo "ingenuo", seguro y optimista en el que prosperó la generación de su padre y su abuelo: e incluso, cierta melancolía por las esperanzas de progreso y paz que todavía viven después de las atrocidades de la Primera Guerra, ya la segunda parte es un desesperado intento por llamar la atención de sus colegas europeos (en especial, ingleses, franceses, rusos) sobre lo que se les viene si Hitler, que ya ha anexionado Austria (Anschluss, 1938), llega a conquistar Europa.
De cómo el miedo, alimentado por la inflación y el desempleo y en la república de Weimar, y estimulado por los "profetas del odio" del fascismo, se apoderó (tras haber hecho su primer ensayo en la Guerra Civil española) del pueblo alemán, esa nación considerada por todos sus vecinos como la más "culta" y "civilizada" de Europa, de la que era imposible que surgiera el moustro extreminador del nazismo.

De cómo Francia e Inglaterra sostuvieron cómplicemente el crecimiento de Hitler, convencidos de que impondría un límite al común enemigo bolchevique, alimentando, como él, la contradictoria creencia que les atribuía a los judíos (que a la sazón, no llegaban a representar el uno por ciento de la población de Austria y Alemania), por un lado, ser los mentores y creadores del bolchevismo totalitario y represor que intentaba "apoderarse" de la "civilizada" Europa mediante las "bárbaras" huestes eslavas de la Rusia soviética y, por el otro, de sostener el capitalismo que perjudicaba, en su desmedida 
                                                                                   ambición, a los trabajadores alemanes y arios en general.
Liberal y curioso, apasionado pacifista, viajero incansable, Zweig recorre a lo largo de los años distintos países de Europa, la India, Brasil, Argentina, incluso la joven Unión Soviética, y en todas partes recupera la belleza de los hombres y mujeres que trabajan en esos países; las delicadezas de la lengua, la música, la poesía, el teatro y la plástica; coleccionando originales de sus autores favoritos, cuadros, objetos que les han pertenecido, viviendo ajustadamente o ya rico, para después perderlo todo: de ser el escritor más exitoso y más traducido en lengua alemana, respetado y prestigioso, a que sus libros se prohiban, sus amigos y parientes sean asesinados y encarcelados, huyendo como un criminal, primero a Suiza, luego a Inglaterra y finalmente a Brasil.
Él, que siempre se ha considerado un ciudadano del mundo y un pacifista militante, que ha desconfiado de la política y de las fronteras (lingüísticas, territoriales, económicas), convertido en un paria, apátrida, un pobre y sucio judío más perseguido, como su amigo Freud.
Stefan Zweig dedicó este libro a Sigmund Freud, a quien seguramente conoció muy bien en la espléndida ciudad de Viena antes de la furia hitlerista.

La preocupación del Zweig filósofo fue ciertamente la captación del misterio de la creación espiritual que refleja esa hechura peculiar del hombre. Si Freud analizó con impertérrita lucidez los orígenes de la irracionalidad que pulsan la vida y la conducta humana, Zweig le dedica este libro con palabras cuyo sentido sobrepasa a las palabras: "Al profesor Sigmund Freud, espíritu de penetración y sugerencia, dedico estos tres acordes del espíritu que crea". Y estas tres figuras, Hölderlin, Kleist y Nietzsche, cumbres del pensamiento alemán -y de la poesía universal- que iluminan los dos últimos siglos, signaron sus vidas en la lucha por expresar la compleja verdad que implica vivir como seres humanos y al mismo tiempo sentirse iluminados por la llama de la rebelión contra la mentira, la fealdad, la impostación. Los tres pasan como extraños meteoros en sus respectivas épocas, como poseídos del poder demoníaco, que para Zweig implica la inquietud esencial e innata en todo ser humano, que lo separa de sí y lo arrastra al infinito, hacia lo elemental, lo abstracto, lo suprahumano, que atormenta e impulsa a la renunciación y hasta la anulación de sí. Cada uno de estos retratos (como los llama Zweig) antes de caer vencidos en el combate alcanzaron a expresar los rasgos de esa pasión y los frutos de sus desvelos, cual Prometeos rebeldes, pasionales, eternos, esclarecidos. Como toda la obra de Stefan Zweig, el cúmulo de sabiduría y de introspección que ofrece, en su prosa multiforme y cautivante, introduce en la cultura alemana más refinada y a la vez en la percepción más segura de la validez de su cultura, y de su espiritualidad universal. Ellos solamente resuelven la desarmonía en el acorde de la unidad ungida por el hombre, cuando los dioses callan, porque en su nombre hablan los poetas. . .
Es un testimonio conmovedor y atractivo de un pasado reciente, escrito con pasión por Zueig. En este libro relata lo que vivió como testigo de excepción, los cambios que convulsionaron la Europa del siglo xx entre las dos guerras mundiales. Desposeído y en tierra extraña, en unas circunstancias con dramáticas vivencias personales, narra los momentos fundamentales de su vida.
Es la narración de una generación, - decía- la nuestra, la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia.
Poco después se irá a Brasil y se suicidó, junto a su segunda esposa, el mismo año en que terminó de escribir esta, su última obra (publicada de forma póstuma), convencido de que todo lo que del mundo valía la pena ha muerto con el nazismo.
El autor hablaba sobre su obra: "El inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última linea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos, los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo".
Como el mismo dice, ya prisionero de esa desesperanza que lo llevó a elegir la muerte, viviendo con "esa sombra que no se apartó más de mí", "sólo el que ha experimentado eventos claros y oscuros, la guerra y la paz, el ascenso y el descenso, sólo ése ha vivido de verdad."





"Es la época la que pone las imágenes, yo tan sólo me limito a ponerle las palabras; aunque, a decir verdad, tampoco será mi destino el tema de mi narración, sino el de toda una generación, la nuestra, la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia."

Fragmentos tomados de El mundo de ayer de Stefan Zweig
De entre todas aquellas personas, las más dignas de lástima para mí (como si ya me hubiera asaltado un presentimiento de mi futuro destino) eran las que no tenían patria o, peor aún, las que, en lugar de una patria, tenían dos o tres y no sabían a cuál pertenecían. Por ejemplo, en un rincón del café Odeon se sentaba, a menudo solo, un joven que llevaba una barbita de color castaño y unas gafas ostentosamente gruesas ante unos penetrantes ojos oscuros; me dijeron que era un escritor inglés de gran talento. Cuando, al cabo de unos días, trabé conocimiento con James Joyce, rechazó rotundamente cualquier relación con Inglaterra. Era irlandés. Cierto que escribía en inglés, pero no pensaba ni quería pensar en inglés. Me dijo:
-Quisiera una lengua que estuviera por encima de las lenguas, una lengua a la que sirvieran todas las demás. No puedo expresarme del todo en inglés sin incluirme en una tradición.
No lo comprendí muy bien, porque no sabía que entonces ya estaba escribiendo su Ulises ; sólo me había prestado su libro Retrato de un artista adolescente , el único ejemplar que tenía, y su pequeño drama, Exiles, que yo precisamente quería traducir para ayudarlo. Cuanto más lo conocía, más admiraba su fantástico conocimiento de lenguas; tras aquella frente redondeada, moldeada a martillazos y que brillaba como porcelana bajo la luz eléctrica, estaban estampados todos los vocablos de todos los idiomas y él jugaba con ellos y los mezclaba de una manera brillantísima. En cierta ocasión me preguntó cómo traduciría al alemán una frase difícil de Retrato del artista y juntos probamos la solución en italiano y en francés; él tenía preparadas para cada palabra cuatro o cinco traducciones en cada lengua, incluso dialectales, y sabía su valor y peso hasta el último matiz. Pocas veces lo abandonaba una cierta amargura, pero creo que en el fondo era esa irritación la fuerza interior que lo volvía vehemente y creativo. El resentimiento contra Dublín, contra Inglaterra y contra ciertas personas había adoptado en él la forma de una energía dinámica que sólo se liberaba en la obra literaria. Pero él parecía amar esa dureza suya; nunca lo vi reír ni de buen humor. Daba siempre la impresión de una fuerza oscura concentrada en ella misma y, cuando lo veía por la calle, con los delgados labios estrechamente apretados y caminando siempre con pasos apresurados, como si se dirigiera a algún lugar determinado, me daba cuenta de la actitud defensiva y del aislamiento interior de su carácter mucho más que en nuestras conversaciones. Por eso después no me sorprendió en absoluto que fuera precisamente él quien escribiese la obra más solitaria, la menos ligada a todo y que se abatió sobre nuestra época como un meteoro. "

Un mundo seguro
"Y es que el siglo en que me tocó vivir y crecer no fue un siglo de pasión. Era un mundo ordenado, con estratos bien definidos y transiciones serenas, un mundo sin odio. El ritmo de las nuevas velocidades no había pasado todavía de las máquinas -el automóvil, el teléfono, la radio y el avión- al hombre; el tiempo y la edad tenían otra medida. Se vivía más reposadamente y, si intento evocar las figuras de los adultos que acompañaron mí infancia, me llama la atención que muchos de ellos eran obesos desde muy temprano. Mi padre, mi tío, mi maestro, los tenderos, los músicos delante de los atriles, a los cuarenta años eran ya hombres gordos, "respetables". Andaban despacio, hablaban con comedimiento, se mesaban las barbas bien cuidadas y en muchos casos ya entrecanas. Pero el pelo gris era una señal más de "respetabilidad" y un hombre "maduro" evitaba conscientemente los gestos y la petulancia de los jóvenes como algo impropio. Ni siquiera siendo yo muy niño, cuando mi padre todavía no había cumplido los cuarenta, recuerdo haberlo visto subir o bajar escaleras apresuradamente ni hacer nunca nada con prisa aparente. La prisa pasaba por ser no sólo poco elegante, sino que en realidad también era superflua, puesto que en aquel mundo burguesamente estabilizado, con sus numerosas pequeñas medidas de seguridad y protección, no pasaba nunca nada repentino, las catástrofes que pudiesen ocurrir en el exterior no atravesaban las paredes bien revestidas de la vida "asegurada"."

Colegio sin vida
"Nuestros maestros tampoco tenían la culpa del desolador ambiente que reinaba en aquella casa. No eran ni buenos ni malos, ni tiranos ni compañeros solícitos, sino unos pobres diablos que, esclavizados por el sistema y sometidos a un plan de estudios impuesto por las autoridades, estaban obligados a impartir su "lección" -igual que nosotros a aprenderla- y que, eso sí que se veía claro, se sentían tan felices como nosotros cuando, al mediodía, sonaba la campana que nos liberaba a todos. No nos querían ni nos odiaban, aunque tampoco había motivos para ninguno de estos sentimientos, pues no sabían nada de nosotros; aun al cabo de varios años, con excepción de unos pocos, seguían sin conocernos por el nombre: según el método pedagógico al uso en aquel entonces, lo único de lo que se tenían que preocupar era del número de errores que había cometido "el alumno" en el último ejercicio. Ellos se sentaban arriba, en la tarima, y nosotros, abajo; ellos estaban allí para preguntar y nosotros, para contestar; aparte de ésta, no existía entre los dos colectivos relación alguna. Y es que   entre el maestro y el alumno, entre la tarima y los bancos, entre el Alto visible y el Bajo igual de visible se levantaba la invisible barrera de la "Autoridad" que impedía cualquier contacto. Que un maestro considerase al alumno como un individuo que exigía un trato específico, acorde con sus características personales, o que redactase, como se hace hoy en día, unos informes detallados sobre él, habría supuesto un trabajo muy superior a las atribuciones y capacidades de nuestros pedagogos; por otro lado, una conversación privada habría socavado su autoridad, pues con tal cosa habría colocado a los alumnos a su mismo nivel, que no en vano era "superior". A mi juicio, nada resulta más característico de la total falta de relación que, tanto en el terreno intelectual como en el anímico, existía entre nosotros y los maestros, como el hecho de que me he olvidado de los nombres y los rostros de todos ellos. Mi recuerdo guarda todavía, con una nitidez fotográfica, la imagen de la tarima y del diario de clase, al que siempre intentábamos echar una mirada con el rabillo del ojo porque en él constaban las notas; todavía veo aquel pequeño cuaderno rojo en que se inscribían nuestras calificaciones y el gastado lápiz negro que registraba las cifras; veo mis propios cuadernos, plagados de correcciones del maestro hechas con tinta roja, pero no veo ninguno de aquellos rostros... a lo mejor porque siempre permanecimos ante ellos con los ojos bajos o cerrados."

Matrimonio en el exilio
"De modo que una mañana -era el 1 de septiembre, un día festivo- fui al registro civil de Bath para inscribir mí boda. El funcionario aceptó los papeles y se mostró sumamente amable y solícito. Comprendió perfectamente, como todo el mundo en aquellos tiempos, nuestro deseo de acelerar los trámites en lo posible. La boda quedó fijada para el día siguiente; cogió la pluma y empezó a escribir nuestros nombres en el registro con letra redondilla.
En aquel momento -serían las once- se abrió de golpe la puerta de la habitación contigua. Irrumpió en la nuestra un funcionario joven que se ponía la chaqueta mientras caminaba.
-¡Los alemanes han invadido Polonia! ¡Es la guerra!-anunció a gritos en aquella sala silenciosa.
La noticia me golpeó el corazón como un martillazo. Pero el corazón de nuestra generación ya estaba acostumbrado a toda clase de golpes duros.
No necesariamente significa la guerra- dije yo, sinceramente convencido. Pero el funcionario por poco se enfadó conmigo.
-¡No!-gritó furioso-. ¡Ya basta! ¡No podemos tolerar que esto se repita cada seis meses! ¡Tiene que terminar!
Mientras tanto el otro funcionario, que había empezado a redactar nuestro certificado de matrimonio, dejó caer la pluma con ademán pensativo. Al fin y al cabo, debió de pensar, nosotros éramos extranjeros y, en caso de guerra, nos convertiríamos automáticamente en enemigos. No sabía si, dadas las circunstancias, era lícito permitirnos contraer matrimonio. Dijo que lo lamentaba, pero que prefería pedir instrucciones a Londres. Los dos días siguientes fueron días de espera, esperanza y miedo, dos días de terrible tensión. En la mañana del domingo la radio dio la noticia de que Inglaterra había declarado la guerra a Alemania."

Fragmentos  de El mundo de ayer, Stefan Zweig, ed. El Acantilado, Barcelona, 2002.






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