martes, 30 de noviembre de 2010

Jean Giono "El hombre que plantaba árboles"

                                                                          
                                                                                   Jean Giono
Este es un pequeño relato de Jean Giono que nos descubre la generosidad de un hombre con su entorno. La sabiduría del saber esperar, la observación del entorno, la humildad, son valores poco habituales en nuestra época que necesitamos recuperar.

El hombre que plantaba árboles

Si uno quiere descubrir cualidades realmente excepcionales en el carácter de un ser humano, debe tener el tiempo o la oportunidad de observar su comportamiento durante varios años. Si este comportamiento no es egoísta, si está presidido por una generosidad sin límites, si es tan obvio que no hay afán de recompensa, y además ha dejado una huella visible en la tierra, entonces no cabe equivocación posible.
Hace cuarenta años hice un largo viaje a pie a través de montañas completamente desconocidas por los turistas, atravesando la antigua región donde los Alpes franceses penetran en la Provenza. Cuando empecé mi viaje por aquel lugar todo era estéril y sin color, y la única cosa que crecía era la planta conocida como lavanda silvestre.
Cuando me aproximaba al punto más elevado de mi viaje, y tras caminar durante tres días, me encontré en medio de una desolación absoluta y acampé cerca de los vestigios de un pueblo abandonado. Me había quedado sin agua el día anterior, y por lo tanto necesitaba encontrar algo de ella. Aquel grupo de casas, aunque arruinadas como un viejo nido de avispas, sugerían que una vez hubo allí un pozo o una fuente. La había, desde luego, pero estaba seca. Las cinco o seis casas sin tejados, comidas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con su campanario desmoronándose, estaban allí, aparentemente como en un pueblo con vida, pero ésta había desaparecido.
Era un día de junio precioso, brillante y soleado, pero sobre aquella tierra desguarnecida el viento soplaba, alto en el cielo, con una ferocidad insoportable. Gruñía sobre los cadáveres de las casas como un león interrumpido en su comida... Tenía que cambiar mi campamento.
Tras cinco horas de andar, todavía no había hallado agua y no existía señal alguna que me diera esperanzas de encontrarla. En todo el derredor reinaban la misma sequedad, las mismas hierbas toscas. Me pareció vislumbrar en la distancia una pequeña silueta negra vertical, que parecía el tronco de un árbol solitario. De todas formas me dirigí hacia él. Era un pastor. Treinta ovejas estaban sentadas cerca de él sobre la ardiente tierra.
Me dio un sorbo de su calabaza-cantimplora, y poco después me llevó a su cabaña en un pliegue del llano. Conseguía el agua -agua excelente- de un pozo natural y profundo encima del cual había construido un primitivo torno.
El hombre hablaba poco, como es costumbre de aquellos que viven solos, pero sentí que estaba seguro de sí mismo, y confiado en su seguridad. Para mí esto era sorprendente en ese país estéril. No vivía en una cabaña, sino en una casita hecha de piedra, evidenciadora del trabajo que él le había dedicado para rehacer la ruina que debió encontrar cuando llegó. El tejado era fuerte y sólido. Y el viento, al soplar sobre él, recordaba el sonido de las olas del mar rompiendo en la playa.
La casa estaba ordenada, los platos lavados, el suelo barrido, su rifle engrasado, su sopa hirviendo en el fuego. Noté que estaba bien afeitado, que todos sus botones estaban bien cosidos y que su ropa había sido remendada con el meticuloso esmero que oculta los remiendos. Compartimos la sopa, y después, cuando le ofrecí mi petaca de tabaco, me dijo que no fumaba. Su perro, tan silencioso como él, era amigable sin ser servil.
Desde el principio se daba por supuesto que yo pasaría la noche allí. El pueblo más cercano estaba a un día y medio de distancia. Además, ya conocía perfectamente el tipo de pueblo de aquella región... Había cuatro o cinco más de ellos bien esparcidos por las faldas de las montañas, entre agrupaciones de robles albares, al final de carreteras polvorientas. Estaban habitadas por carboneros, cuya convivencia no era muy buena. Las familias, que vivían juntas y apretujadas en un clima excesivamente severo, tanto en invierno como en verano, no encontraban solución al incesante conflicto de personalidades. La ambición territorial llegaba a unas proporciones desmesuradas, en el deseo continuo de escapar del ambiente. Los hombres vendían sus carretillas de carbón en el pueblo más importante de la zona y regresaban. Las personalidades más recias se limaban entre la rutina cotidiana. Las mujeres, por su parte, alimentaban sus rencores. Existía rivalidad en todo, desde el precio del carbón al banco de la iglesia. Y encima de todo estaba el viento, también incesante, que crispaba los nervios. Había epidemias de suicidio y casos frecuentes de locura, a menudo homicida.
Había transcurrido una parte de la velada cuando el pastor fue a buscar un saquito del que vertió una montañita de bellotas sobre la mesa. Empezó a mirarlas una por una, con gran concentración, separando las buenas de las malas. Yo fumaba en mi pipa. Me ofrecí para ayudarle. Pero me dijo que era su trabajo. Y de hecho, viendo el cuidado que le dedicaba, no insistí. Esa fue toda nuestra conversación. Cuando ya hubo separado una cantidad suficiente de bellotas buenas, las separó de diez en diez, mientras iba quitando las más pequeñas o las que tenían grietas, pues ahora las examinaba más detenidamente. Cuando hubo seleccionado cien bellotas perfectas, descansó y se fue a dormir.
Se sentía una gran paz estando con ese hombre, y al día siguiente le pregunté si podía quedarme allí otro día más. Él lo encontró natural, o para ser más preciso, me dio la impresión de que no había nada que pudiera alterarle. Yo no quería quedarme para descansar, sino porque me interesó ese hombre y quería conocerle mejor. Él abrió el redil y llevó su rebaño a pastar. Antes de partir, sumergió su saco de bellotas en un cubo de agua.
Me di cuenta de que en lugar de cayado, se llevó una varilla de hierro tan gruesa como mi pulgar y de metro y medio de largo. Andando relajadamente, seguí un camino paralelo al suyo sin que me viera. Su rebaño se quedó en un valle. Él lo dejó a cargo del perro, y vino hacia donde yo me encontraba. Tuve miedo de que me quisiera censurarme por mi indiscreción, pero no se trataba de eso en absoluto: iba en esa dirección y me invitó a ir con él si no tenía nada mejor que hacer. Subimos a la cresta de la montaña, a unos cien metros.
Allí empezó a clavar su varilla de hierro en la tierra, haciendo un agujero en el que introducía una bellota para cubrir después el agujero. Estaba plantando un roble. Le pregunté si esa tierra le pertenecía, pero me dijo que no. ¿Sabía de quién era?. No tampoco. Suponía que era propiedad de la comunidad, o tal vez pertenecía a gente desconocida. No le importaba en absoluto saber de quién era. Plantó las bellotas con el máximo esmero. Después de la comida del mediodía reemprendió su siembra. Deduzco que fui bastante insistente en mis preguntas, pues accedió a responderme. Había estado plantado cien árboles al día durante tres años en aquel desierto. Había plantado unos cien mil. De aquellos, sólo veinte mil habían brotado. De éstos esperaba perder la mitad por culpa de los roedores o por los designios imprevisibles de la Providencia. Al final quedarían diez mil robles para crecer donde antes no había crecido nada.
Entonces fue cuando empecé a calcular la edad que podría tener ese hombre. Era evidentemente mayor de cincuenta años. Cincuenta y cinco me dijo. Su nombre era Elzeard Bouffier. Había tenido en otro tiempo una granja en el llano, donde tenía organizada su vida. Perdió su único hijo, y luego a su mujer. Se había retirado en soledad, y su ilusión era vivir tranquilamente con sus ovejas y su perro. Opinaba que la tierra estaba muriendo por falta de árboles. Y añadió que como no tenía ninguna obligación importante, había decidido remediar esta situación.
Como en esa época, a pesar de mi juventud, yo llevaba una vida solitaria, sabía entender también a los espíritus solitarios. Pero precisamente mi juventud me empujaba a considerar el futuro en relación a mí mismo y a cierta búsqueda de la felicidad. Le dije que en treinta años sus robles serían magníficos. Él me respondió sencillamente que, si Dios le conservaba la vida, en treinta años plantaría tantos más, y que los diez mil de ahora no serían más que una gotita de agua en el mar.
Además, ahora estaba estudiando la reproducción de las hayas y tenía un semillero con hayucos creciendo cerca de su casita. Las plantitas, que protegía de las ovejas con una valla, eran preciosas. También estaba considerando plantar abedules en los valles donde había algo de humedad cerca de la superficie de la tierra.
Al día siguiente nos separamos.
Un año más tarde empezó la Primera Guerra Mundial, en la que yo estuve enrolado durante los siguientes cinco años. Un "soldado de infantería" apenas tenía tiempo de pensar en árboles, y a decir verdad, la cosa en sí hizo poca impresión en mí. La había considerado como una afición, algo parecido a una colección de sellos, y la olvidé.
Al terminar la guerra sólo tenía dos cosas: una pequeña indemnización por la desmovilización, y un gran deseo de respirar aire freco durante un tiempo. Y me parece que únicamente con este motivo tomé de nuevo la carretera hacia la "tierra estéril".
El paisaje no había cambiado. Sin embargo, más allá del pueblo abandonado, vislumbré en la distancia un cierto tipo de niebla gris que cubría las cumbres de las montañas como una alfombra. El día anterior había empezado de pronto a recordar al pastor que plantaba árboles. "Diez mil robles -pensaba- ocupan realmente bastante espacio". Como había visto morir a tantos hombres durante aquellos cinco años, no esperaba hallar a Elzeard Bouffier con vida, especialmente porque a los veinte años uno considera a los hombres de más de cincuenta como personas viejas preparándose para morir... Pero no estaba muerto, sino más bien todo lo contrario: se le veía extremadamente ágil y despejado: había cambiado sus ocupaciones y ahora tenía solamente cuatro ovejas, pero en cambio cien colmenas. Se deshizo de las ovejas porque amenazaban los árboles jóvenes. Me dijo -y vi por mí mismo- que la guerra no le había molestado en absoluto. Había continuado plantando árboles imperturbablemente. Los robles de 1.910 tenían entonces diez años y eran más altos que cualquiera de nosotros dos. Ofrecían un espectáculo impresionante. Me quedé con la boca abierta, y como él tampoco hablaba, pasamos el día en entero silencio por su bosque. Las tres secciones medían once kilómetros de largo y tres de ancho. Al recordar que todo esto había brotado de las manos y del alma de un hombre solo, sin recursos técnicos, uno se daba cuenta de que los humanos pueden ser también efectivos en términos opuestos a los de la destrucción...
Había perseverado en su plan, y hayas más altas que mis hombros, extendidas hasta el límite de la vista, lo confirmaban. me enseñó bellos parajes con abedules sembrados hacía cinco años (es decir, en 1.915), cuando yo estaba luchando en Verdún. Los había plantado en todos los valles en los que había intuido -acertadamente- que existía humedad casi en la superficie de la tierra. Eran delicados como chicas jóvenes, y estaban además muy bien establecidos.
Parecía también que la naturaleza había efectuado por su cuenta una serie de cambios y reacciones, aunque él no las buscaba, pues tan sólo proseguía con determinación y simplicidad en su trabajo. Cuando volvimos al pueblo, vi agua corriendo en los riachuelos que habían permanecido secos en la memoria de todos los hombres de aquella zona. Este fue el resultado más impresionante de toda la serie de reacciones: los arroyos secos hacía mucho tiempo corrían ahora con un caudal de agua fresca. Algunos de los pueblos lúgubres que menciono anteriormente se edificaron en sitios donde los romanos habían construido sus poblados, cuyos trazos aún permanecían. Y arqueólogos que habían explorado la zona habían encontrado anzuelos donde en el siglo XX se necesitaban cisternas para asegurar un mínimo abastecimiento de agua.
El viento también ayudó a esparcir semillas. Y al mismo tiempo que apareció el agua, también lo hicieron sauces, juncos, prados, jardines, flores y una cierta razón de existir. Pero la transformación se había desarrollado tan gradualmente que pudo ser asumida sin causar asombro. Cazadores adentrándose en la espesura en busca de liebres o jabalíes, notaron evidentemente el crecimiento repentino de pequeños árboles, pero lo atribuían a un capricho de la naturaleza. Por eso nadie se entrometió con el trabajo de Elzeard Bouffier. Si él hubiera sido detectado, habría tenido oposición. Pero era indetectable. Ningún habitante de los pueblos, ni nadie de la administración de la provincia, habría imaginado una generosidad tan magnífica y perseverante.
Para tener una idea más precisa de este excepcional carácter no hay que olvidar que Elzeald trabajó en una soledad total, tan total que hacía el final de su vida perdió el hábito de hablar, quizá porque no vio la necesidad de éste.
En 1.933 recibió la visita de un guardabosques que le notificó una orden prohibiendo encender fuego, por miedo a poner en peligro el crecimiento de este bosque natural. Esta era la primera vez -le dijo el hombre- que había visto crecer un bosque espontáneamente. En ese momento, Bouffier pensaba plantar hayas en un lugar a 12 km. de su casa, y para evitar las ideas y venidas (pues contaba entonces 75 años de edad), planeó construir una cabaña de piedra en la plantación. Y así lo hizo al año siguiente.
En 1.935 una delegación del gobierno se desplazó para examinar el "bosque natural". La componían un alto cargo del Servicio de Bosques, un diputado y varios técnicos. Se estableció un largo diálogo completamente inútil, decidiéndose finalmente que algo se debía hacer... y afortunadamente no se hizo nada, salvo una única cosa que resultó útil: todo el bosque se puso bajo la protección estatal, y la obtención del carbón a partir de los árboles quedó prohibida. De hecho era imposible no dejarse cautivar por la belleza de aquellos jóvenes árboles llenos de energía, que a buen seguro hechizaron al diputado.
Un amigo mío se encontraba entre los guardabosques de esa delegación y le expliqué el misterio. Un día de la semana siguiente fuimos a ver a Elzeard Bouffier. Lo encontramos trabajando duro, a unos diez kilómetros de donde había tenido lugar la inspección.
El guardabosques sabía valorar las cosas, pues sabía cómo mantenerse en silencio. Yo le entregué a Elzeard los huevos que traía de regalo. Compartimos la comida entre los tres y después pasamos varias horas en contemplación silenciosa del paisaje...
En la misma dirección en la que habíamos venido, las laderas estaban cubiertas de árboles de seis a siete metros de altura. Al verlos recordaba aún el aspecto de la tierra en 1.913, un desierto... y ahora, una labor regular y tranquila, el aire de la montaña fresco y vigoroso, equilibrio y, sobre todo, la serenidad de espíritu, habían otorgado a este hombre anciano una salud maravillosa. Me pregunté cuántas hectáreas más de tierra iba a cubrir con árboles.
Antes de marcharse, mi amigo hizo una sugerencia breve sobre ciertas especies de árboles para los que el suelo de la zona estaba especialmente preparado. No fue muy insistente; "por la buena razón -me dijo más tarde- de que Bouffier sabe de ello más que yo". Pero, tras andar un rato y darle vueltas en su mente, añadió: "¡y sabe mucho más que cualquier persona, pues ha descubierto una forma maravillosa de ser feliz!".
Fue gracias a ese hombre que no sólo la zona, sino también la felicidad de Bouffier fue protegida. Delegó tres guardabosques para el trabajo de proteger la foresta, y les conminó a resistir y rehusar las botellas de vino, el soborno de los carboneros.
El único peligro serio ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Como los coches funcionaban con gasógeno, mediante generadores que quemaban madera, nunca había leña suficiente. La tala de robles empezó en 1.940, pero la zona estaba tan lejos de cualquier estación de tren que no hubo peligro. El pastor no se enteraba de nada. Estaba a treinta kilómetros, plantando tranquilamente, ajeno a la guerra de 1.939 como había ignorado la de 1.914.
Vi a Elzeard Bouffier por última vez en junio de 1.945. Tenía entonces ochenta y siete años. Volví a recorrer el camino de la "tierra estéril"; pero ahora en lugar del desorden que la guerra había causado en el país, un autobús regular unía el valle del Durance y la montaña. No reconocí la zona, y lo atribuí a la relativa rapidez del autobús... Hasta que vi el nombre del pueblo no me convencí de que me hallaba realmente en aquella región, donde antes sólo había ruinas y soledad.
El autobús me dejó en Vergons. En 1.913 este pueblecito de diez o doce casas tenía tres habitantes, criaturas algo atrasadas que casi se odiaban una a otra, subsistiendo de atrapar animales con trampas, próximas a las condiciones del hombre primitivo. Todos los alrededores estaban llenos de ortigas que serpenteaban por los restos de las casas abandonadas. Su condición era desesperanzadora, y una situación así raramente predispone a la virtud.
Todo había cambiado, incluso el aire. En vez de los vientos secos y ásperos que solían soplar, ahora corría una brisa suave y perfumada. Un sonido como de agua venía de la montaña. Era el viento en el bosque; pero más asombro era escuchar el auténtico sonido del agua moviéndose en los arroyos y remansos. Vi que se había construido una fuente que manaba con alegre murmullo, y lo que me sorprendió más fue que alguien había plantado un tilo a su lado, un tilo que debería tener cuatro años, ya en plena floración, como símbolo irrebatible de renacimiento.
Además, Vergons era el resultado de ese tipo de trabajo que necesita esperanza, la esperanza que había vuelto. Las ruinas y las murallas ya no estaban, y cinco casas habían sido restauradas. Ahora había veinticinco habitantes. Cuatro de ellos eran jóvenes parejas. Las nuevas casas, recién encaladas, estaban rodeadas por jardines donde crecían vegetales y flores en una ordenada confusión. Repollos y rosas, puerros y margaritas, apios y anémonas hacían al pueblo ideal para vivir.
Desde ese sitio seguí a pie. La guerra, al terminar, no había permitido el florecimiento completo de la vida, pero el espíritu de Elzeard permanecía allí. En las laderas bajas vi pequeños campos de cebada y de arroz; y en el fondo del valle verdeaban los prados.
Sólo fueron necesarios ocho años desde entonces para que todo el paisaje brillara con salud y prosperidad. Donde antes había ruinas, ahora se encontraban granjas; los viejos riachuelos, alimentados por las lluvias y las nieves que el bosque atrae, fluían de nuevo. Sus aguas alimentaban fuentes y desembocan sobre alfombras de menta fresca. Poco a poco, los pueblecitos se habían revitalizado. Gentes de otros lugares donde la tierra era más cara se habían instalado allí, aportando su juventud y su movilidad. Por las calles uno se topaba con hombres y mujeres vivos, chicos y chicas que empezaban a reír y que habían recuperado el gusto por las excursiones. Si contábamos la población anterior, irreconocible ahora que gozaba de cierta comodidad, más de diez mil personas debían en parte su felicidad a Elzeard Bouffier.
Por eso, cuando reflexiono en aquel hombre armado únicamente por sus fuerzas físicas y morales, capaz de hacer surgir del desierto esa tierra de Canaan, me convenzo de que a pesar de todo la humanidad es admirable. Cuando reconstruyo la arrebatadora grandeza de espíritu y la tenacidad y benevolencia necesaria para dar lugar a aquel fruto, me invade un respeto sin límites por aquel hombre anciano y supuestamente analfabeto, un ser que completó una tarea digna de Dios.
(Elzeard Bouffier murió pacíficamente en 1.947 en el hospicio de Banon).
Jean Giono.
Ver el libro ilustrado Texto bilingüe (Francés y  castellano)

 Un cortometraje de animaciónUn cortometraje de animación del canadiense Frèdéric Back en versión francesa subtitulada al castellano, a partir del cuento de Jean Giono.

El Hombre que Plantaba Árboles 1 

 

El Hombre que Plantaba Árboles 2 

El Hombre que Plantaba Árboles 3 

Sipnosis
Cada día la Humanidad pierde, sólo por la tala directa, unos dos millones de árboles. Esto viene a significar que cada año desaparece el equivalente a un árbol por cada habitante del planeta.
Ante un panorama tan descorazonador, emociona la lectura de esta sencilla historia que Jean Giono escribió cuando, a mediados del pasado siglo, una editorial norteamericana le pidió que escribiese un relato breve acerca de un personaje real que fuese inolvidable.
Giono escribió entonces “El hombre que plantaba árboles”, texto que donó ‘a todo el mundo’ tras ser rechazado por la editorial que le encargó la historia porque Elzéard Bouffier, el protagonista de la misma, no era un personaje real.
“El hombre que plantaba árboles” narra la historia de un pastor que, con su sola voluntad y esfuerzo, convierte una tierra desierta, abandonada, infértil, en un maravilloso vergel. Pero la moraleja sobre la capacidad humana para, con tesón, alcanzar cualquier objetivo que se plantee, no me conmueve tanto como la historia en sí.
El narrador nos cuenta como en 1913, en una excursión por la Provenza atravesó una zona árida en la que nada crecía y en la que era imposible encontrar agua. Pueblos abandonados mostraban que en la zona una vez vivieron hombres, pero de ellos ya sólo quedaban las ruinas de sus casas. En medio de esa desolación, el narrador encuentra un pastor con el que pasa un par de días mientras le explica su principal ocupación: plantar árboles.
Cada día prepara y planta bellotas de robles en la inmensidad desierta de las montañas que le rodean. Ha preparado igualmente un vivero de hayas y piensa preparar abedules para sembrar en los valles, donde el agua debiera ser superficial.
El pastor ignora quién era el dueño de las tierras que plantaba, si es que lo tienen, pero comprende que aquellas tierras se mueren por la falta de árboles. Generosamente, dedica sus esfuerzos a devolverlas a la vida.
Después de la I Guerra Mundial el narrador volvió por aquellos lugares. Lo que vio le dejó sorprendido. La lenta labor del pastor comenzaba a dar sus frutos y hermosos árboles jóvenes, llenos de vigor, se extendían por lo que antes era un yermo desolado. Las hayas, los robles y los abedules que cubrían ahora la tierra hicieron comprender al narrador que la dedicación de aquel hombre nada tenía que ver con una excéntrica afición, como el coleccionar sellos.
El narrador aún regresó una tercera vez a la zona, al acabar la II Guerra Mundial, y en el lugar de la tierra desierta que conoció en su primera visita pudo encontrar un extenso bosque que había llamado a la vida a su alrededor. Gracias a los árboles los acuíferos se rellenaron y los manantiales volvieron a fluir. Cuando el agua corrió, volvieron los hombres y recuperaron las tierras de labor, los huertos, las praderías, los jardines… ignorantes de que toda aquella abundancia la debían a la labor callada de un hombre que, amando la tierra, supo devolverla a la vida.
Los árboles renuevan el aire, el agua y el suelo de las zonas donde viven y son tesoros de biodiversidad en sí mismos. Un suelo sin árboles es el principio de un desierto. Pero todos, en mayor o menos medida, podemos emular a Elzéard Bouffier y contribuir a frenar la desertización. Seamos generosos.


Sobre el autor:
Jean Giono ( Manosque,30 de marzo 1895-9 de octubre de 1970)          fue un  escritor fránces, cuya obra novelesca se desarrolla en gran parte en el ámbito campesino de Provenza. Inspirada por su imaginación y su visión de la Grecia antigua , describe la condición humana frente a los problemas de la moral y la metafísica, y tiene una relevancia universal: Jean Giono no es sólo el escritor regionalista que se pudiera creer. Autodidacta, fue el amigo de Lucien Jacques, André Gidey y de jean Guéhenno. Sin embargo se mantuvo al margen de los corrientes de la literatura de su tiempo. En vida fue considerado como uno de los escritores más grandes del siglo XX por autoridades como André Malraux y Henri Peyre 


La obra de Jean Giono

La obra de Jean Giono mezcla un humanismo natural con una violenta revuelta contra la sociedad del siglo XX, marcada por el totalitarismo y amenazada por la mediocridad. Se divide en dos partes: los primeros libros tienen un estilo muy lírico, muy diferente de las obras tardías más elaboradas y narrativas, como las Crónicas novelescas (Chroniques romanesques) y el ciclo del Húsar. En cierto modo el personaje principal de los primeros libros es la naturaleza, mientras que en los siguientes es el hombre.
Jean Giono fue soldado durante la Primera Guerra Mundial , pero no trata directamente este período de su vida sino en Refus d'obéissance, muchos años después de sus primeras publicaciones. Sin embargo la guerra tiene una influencia muy fuerte a lo largo de su obra. Giono es un escritor imposible de clasificar, pero es sin duda un humanista y un pacifista.
Los tres primeros libros de Jean Giono constituyen la trilogía de Pan (el dios griego Pan) : Colline, Un de Baumugnes y Regain
El dios Pan es una figura importante de los libros de Giono, y representa la naturaleza unificada en un ser único. Aunque poco aficionado a las discusiones filosóficas, Giono alude brevemente al panteismo   y desarrolla esa idea de modo lírico en sus primeros libros. 
La naturaleza está presentada de una manera muy diferente de la Provenza  idílica de Marcel Pagnol. Para Giono, la naturaleza es hermosa pero también cruel, destructora y purificadora: el Hombre es parte de ella, pero ella no es el Hombre. Así, en Le Hussard sur le toit, la manifestación de la naturaleza es el cólera que devasta Provenza y mata ciegamente sin preocuparse de la política que está agitando a los hombres.
En el ciclo del Húsar Giono experimenta un nuevo tipo de escritura. Se compone de cuatro libros: Angelo, Le Hussard sur le toit, Le bonheur fou y Mort d'un personnage.

Biografía

Giono nació en Manosque  el  30 marzo 1895 

                                                      Manosque
Su padre era un zapatero anarquista de origen italiano, que leía mucho la  Biblia; su madre tenía un taller de planchadoras. En  1911, la mala salud de su padre y los escasos recursos económicos de la familia le obligaron a interrumpir sus estudios. Tuvo que seguir aprendiendo como autodidacta. En  1915 fue movilizado y enviado al frente a Verdún  y al Mont Kemmel. Más tarde, empezó a escribir después de la lectura de los escritores clásicos (especialmente Virgilio). Después del éxito de su primera obra Colline, y cuando el banco que le empleaba fue liquidado en 1929, cesó toda actividad profesional para consagrarse en exclusivo a su obra. Recibió en 1929  el premio americano Brentano por Colline, y el premio Northcliffe al año siguiente por la novela Regain. Recibió también la legión de Honor en 1932.
Con los acontecimientos del principio de los años 30 se implicó políticamente. Participó en la Asociación de los Escritores y Artistas Revolucionarios, de matiz comunista, pero la dejó muy pronto por desconfianza.

En abril de 1935 publicó Que ma joie demeure y tuvo un gran éxito, especialmente con la juventud. Durante un paseo por la montaña de Lure, Giono fue bloqueado accidentalmente en la aldea del Contadour con algunos amigos. Encantados por aquel lugar, decidieron encontrarse allí regularmente: fueron los Encuentros del Contadour.


En esa época publicó el ensayo Les Vraies Richesses, dedicado a los del Contadour.
Con las primeras señales que anunciaban la Segunda Guerra Mundial   Jean Giono redactó las súplicas Refus d'Obéissance, Lettre aux Paysans sur la Pauvreté et la Paix, Précision y Recherche de la Pureté. La declaración de la guerra interrumpió el noveno encuentro del Contadour. Los "discípulos" esperaban la reacción de Giono, lo que fue difícil para el que había escrito "Ande solo, que su claridad le sea suficiente". Fue al centro de movilización de Digne pero fue arrestado el 14 de septiembre de  1939 por su pacifismo. Fue liberado y desmovilizado. Después de laa Segunda Guerra Mundial,en septiembre de 1944 , fue acusado de colaboración y arrestado de nuevo, aunque había proclamado su oposición al nazismo. Fue liberado en enero de 1945  sin haber sido inculpado. Sin embargo, esto fue motivo para la enemistad de una parte de los escritores franceses (fue excluido del Comité nacional de escritores), y no fue "rehabilitado" antes del éxito de su novela Le Hussard sur le toit. Esta rehabilitación fue confirmada por el premio del Príncipe Rainier III de Monaco por el conjunto de su obra en 1953. Al año siguiente fue admitido en la Academia Goncourt 
Jean Giono murió de un infarto el 9 de octubre de 1970  y fue enterrado en Manosque.

Bibliografía

  • Colline (1928)
  • Un de Baumugnes (1929), adaptado en película por Marcel Pagnol en 1934, con el título Angèle.
  • Naissance de l'Odyssée (1930)
  • Regain (1930), adaptado en película por Marcel Pagnol en 1937.
  • Le Grand Troupeau (1931)
  • Jean le Bleu (1932), de que la película La Femme du boulanger de Marcel Pagnol se inspira parcialmente.
  • Solitude de la pitié (1932)
  • Le chant du monde (1934)
  • Que ma joie demeure (1934)
  • Les vraies richesses (1937)
  • Refus d'obéissance (1937)
  • Batailles dans la montagne (1937)
  • Le poids du ciel (1938)
  • Lettre aux paysans sur la pauvreté et la paix (1938)
  • Précisions et Recherche de la pureté (1939)
  • Traducción de Moby Dick, de Herman Melville (1940)
  • Pour saluer Melville (1941)
  • Triomphe de la vie (1942)
  • Le voyage en calèche (1946), obra de teatro prohibido por los Alemanes durante la guerra
  • Un roi sans divertissement (1946), adaptado en película por François Leterrier en 1963.
  • Noé (1948)
  • Les âmes fortes (1949), adaptado en película por Raoul Ruiz en 2000
  • Mort d'un personnage (1949)
  • Les grands chemins 1951
  • Le Hussard sur le toit (1951), adaptado en película por Jean-Paul Rappeneau en 1995
  • Le moulin de Pologne (1952)
  • L'Homme qui plantait des arbres (1953), adaptado como película de animación por el Canadiense Frédéric Back en 1987.
  • Le bonheur fou (1957)
  • Angelo (1958)
  • Deux cavaliers de l'orage (versión definitiva en 1965)
  • L'histoire du garçon robín (1962)
  • L'Iris de Suse (1970)
Enlaces:

Página en francés sobre Giono  

 http://pages.infinit.net/poibru/giono/index.htm

 http://www.centrejeangiono.com/pages/presentation-historique.htm


Frédérick Back (Autor del video)

Frédérick Back nace en 1924 en St Arnuald, Francia. Tras haber vivido en Estrasburgo y París, estudia Bellas Artes en Rennes. Vive en Montreal (Canadá) desde 1948, donde trabaja como profesor de Artes Aplicadas y Bellas Artes. Trabaja también como ilustrador, maquetista y decorador, y también realiza colaboraciones regulares en emisiones educativas, científicas y musicales de la Société Radio-Canada. A partir de 1968 se dedica al cine de animación realizando cortometrajes dirigidos a todo tipo de público pero con especial atención al público infantil. Su obra es un homenaje a la naturaleza, a los animales y a la posibilidad de convivir con ella sin destruirla, sino amándola y respetándola.

Su sensibilidad, la elegancia y sutileza de sus dibujos y su extraordinaria maestría del color han sido el sello de su creación, junto a su trabajo paciente y único, inspirado en un profundo respeto a la vida.

Con dos Óscar e innombrables premios atribuidos a su obra, Frédéric Back es sin duda el cineasta de animación canadiense más conocido y galardonado, y es reconocido como uno de los grandes maestros del cine de animación.

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