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jueves, 15 de septiembre de 2011

E. Anderson Imbert " El leve Pedro"


Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.
-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda
-Languideces -le respondió su mujer.
-Tal vez.
Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.
Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.
-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.
Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.
Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.
Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.
Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.
-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!
-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:
-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.
-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.
Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.
-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.
-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.
Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:
-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.
-Mañana mismo llamaremos al médico.
-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.
Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.
-¿Tienes ganas de subir?
-No. Estoy bien.
Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.
Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.
Parecía un globo escapado de las manos de un niño.
-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.
Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.
Aterrizaba.
En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

ENRIQUE ANDERSON IMBERT, El leve Pedro, Alianza, Madrid, 1976

lunes, 30 de mayo de 2011

John Cheever "El nadador"


 "El nadador"
 Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:
-Anoche bebí demasiado. –Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.
-Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.
-Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.
-Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy-. Bebí demasiado clarete.
Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba- que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud- y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.
Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla- y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
-Caramba, Neddy –dijo la señora Graham-, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa. –Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.
El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
-¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría. –Se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.
Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad- se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible del agua que caí de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?
Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca.
La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.

Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas- expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas-, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.
Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.
El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto- nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:
-¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!
Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.
La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.
-Estoy nadando a través del condado –dijo Ned.
-Vaya, no sabía que era posible –exclamó la señora Halloran.
-Bien, vengo de la casa de los Westerhazy –afirmó Ned-. Unos seis kilómetros.
Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:
-Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.
-¿Mis desgracias? –preguntó Ned-. No sé de qué habla.
-Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…
-No recuerdo haber vendido la casa –dijo Ned-, y las niñas están allí.
-Sí –suspiró la señora Halloran-. Sí… -Su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad-. Gracias por permitirme nadar.
-Bien, que tenga un buen viaje –dijo la señora Halloran.
Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?
Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
-Oh, Neddy –exclamó Helen-. ¿Almorzaste en casa de mamá?
-En realidad, no –dijo Ned-. Pero en efecto vi a tus padres. –Le pareció que la explicación bastaba-. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.
-Bien, me encantaría –dijo Helen-, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?
-Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger –dijo Helen-. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.
-Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro-. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger-. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.
Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.
-Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo –dijo en voz alta- y también los intrusos.
Ella no podía perjudicarlo socialmente… eso era indudable, y él no se impresionó.
-En mi carácter de intruso –preguntó cortésmente-, ¿puedo pedir una copa?
-Como guste –dijo ella-. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.
Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:
-Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan. –Y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… -Esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. –Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.
La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual- era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un asunto la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, que era quien prevalecía, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?
-¿Qué deseas? –preguntó.
-Estoy nadando a través del condado.
-Santo Dios. ¿Jamás crecerás?
-¿Qué pasa?
-Si viniste a buscar dinero –dijo-, no te daré un centavo más.
-Podrías ofrecerme una bebida.
-Podría, pero no lo haré. No estoy sola.
-Bien, ya me voy.
Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal- en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.
Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.
El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.

 "El nadador" es un cuento incluido en el libro "La geometria del amor" de John Cheever



 
Descargar el libro de John Cheever "La Geometria del amor"

John Cheever, escritor estadounidense.


John Cheever (Quincy, Massachusetts, 27 de mayo de 1912- Ossining, Nueva York, 18 de junio de 1982) fue un autor de relatos y novelista estadounidense, frecuentemente llamado el "Chejov de los barrios residenciales". Su expulsión de la Academia Thayer, por fumar, terminó con su educación y al mismo tiempo fue el núcleo de su primer relato, "Expelled", que Malcolm Cowley compró para el periódico New Republic. A partir de ese momento, Cheever se dedicó por completo a escribir cuentos que progresivamente encontraron espacio en revistas y periódicos como New Republic, Collier's Story, Atlantic, y finalmente en la famosa revista The New Yorker, con la que mantuvo, hasta el final de sus días, una intensa relación. En 1937 contrajo matrimonio con Mary Winternitz y en 1939 publicó su primer libro de relatos, The Way Some People Live. En éste, y en los que seguirían, Cheever se afanó por mostrar la infelicidad y las fisuras de la gente de clase media alta con la que siempre convivió. Relatos clásicos como "El nadador" (The Swimmer) o "La radio monstruosa" (The Enormous Radio), son una muestra de la mirada detallista y a la par simbólica en la mayoría de sus cuentos. Sus siguientes libros de relatos lo reafirmaron como uno de los grandes escritores de Estados Unidos y uno de sus mejores cuentistas. Su primera novela, Crónica de los Wapshot (1964), le valió un National Book Award. En ella narra la historia de una familia -en parte inspirada por la historia de su padre y su madre- en proceso de abandonar su viejo estilo de vida -el pueblecito de Saint Botolphs- para adecuarse a la vida moderna de las grandes ciudades. El escándalo de los Wapshot continúa la saga de la primera novela y las vicisitudes de la familia Wapshot. La visión muchas veces sombría que habita en sus cuentos - y la pobreza moral de muchos de sus personajes - vino a reafirmarse con su tercera novela, Bullet Park (1969), que narra la historia de una familia amenazada por la violencia en la tranquilidad de los barrios residenciales. Por su parte, Falconer (1977), narra la experiencia de Ezekiel Farragut, un ex-profesor universitario de 48 años, adicto a las drogas y encarcelado por fratricidio. En 1979 ganó el Premio Pulitzer por la compilación de sus relatos titulada The Stories of John Cheever (1978). Su último libro, Oh, esto parece el paraíso, una novela corta de sólo 100 páginas, muestra a un Cheever menos sombrío y más optimista. El tema de la homosexualidad, el alcoholismo, las relaciones frustradas, y las tensiones de la vida doméstica, son, a grandes rasgos, los temas que atraviesan a la mayoría de sus creaciones, aunque a veces muy por lo bajo.


                             "Cheever :Una vida". de Blake Bailey

                                                           Duomo. Barcelona, 2010

"Noche oscura de Cheever" por A. MUÑOZ MOLINA 

Hay diarios que es preciso leer con cautela para no intoxicarse con su desolación. En la lectura de un diario hay siempre una parte adictiva, quizás por contagio del hábito que fue dando lugar a su misma escritura. Cada día o cada pocos días el autor ha abierto un paréntesis peculiar de soledad para contarse a sí mismo el cuento casi siempre monótono de su propia vida. Cada día ha abierto el cuaderno que se va llenando poco a poco o el archivo del ordenador que es como el cajón con llave donde se guardan las intimidades, y es posible que esa costumbre se haya rodeado de otras no menos ineludibles: quizás una cierta hora del día o de la noche, un lugar preciso, quizás algo de tabaco o de alcohol, o alguna otra sustancia que haya ido formando parte tan indisolublemente del acto de escribir como la tinta o como el sonido de las teclas. Leemos ensayos o ficciones para dejarnos llevar por el impulso de un propósito, por un sentido de dirección que raras veces se percibe en el desorden natural de la experiencia. Lo que nos atrae de los diarios es precisamente que se parecen a la indeterminación de la vida. Cada entrada es una hoja de calendario que tiene su lugar en el orden de los días pero que también se abre y se cierra sobre sí misma, tan completa y separada de las otras como el arco de las veinticuatro horas o el del tiempo transcurrido entre el despertar y el regreso al sueño.
Casi cualquier otro libro, salvo los de poemas o de aforismos o máximas, los leemos de principio a final: el volumen de un diario lo abrimos por cualquier página y cada lectura caprichosa adquiere para nosotros un orden distinto, aunque en algunos casos el final atrae con una fuerza maléfica porque también señala el final de una vida. Sándor Márai escribía a máquina su diario, pero la última anotación la hizo a mano, con letra diminuta, el 15 de enero de 1989: "Estoy esperando el llamamiento; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora". Su vida hasta el 21 de febrero, cuando se disparó un tiro en la cabeza, es una sucesión de hojas en blanco en un cuaderno interrumpido. Entre el final de la escritura del diario y el final de la vida se abre un limbo sin palabras en el que quien ha interrumpido el hábito de escribir sigue caminando entre los vivos como un huésped anticipado de la muerte. Imaginamos a Sándor Márai moviéndose muy despacio por el apartamento en el que desde hace mucho no entra nadie, un anciano torpe y casi ciego que busca a tientas el revólver con el que va a poner fin al duermevela triste de su vida.
"Basta de palabras. Un acto. No escribiré más": Cesare Pavese hizo su última anotación el 18 de agosto de 1950, pero no dejó su cuaderno en la mesita de noche en el hotel de Turín y se tomó a continuación las pastillas, como yo imaginaba. Vivió aún diez días, y uno se pregunta si en ese tiempo no tuvo la tentación de escribir de nuevo en su diario, aunque solo fuera por el impulso de un hábito demasiado antiguo como para desprenderse fácilmente de él.
No se sabe cuánto tiempo pasó entre el último apunte en el diario de John Cheever y su muerte, el 18 de junio de 1982. Blake Bailey, en su admirable biografía, calcula que debió de ser entre mediados y finales de mayo cuando el progreso del cáncer ya había acelerado su debilidad hasta el punto de no permitirle pulsar las teclas de la máquina. "Por primera vez en cuarenta años no he podido mantener con algo de cuidado este diario. Estoy enfermo. Este parece ser mi único mensaje". Cheever escribía a máquina su diario en hojas sueltas que luego encuadernaba y no ponía las fechas. La falta de marcas temporales hace que las anotaciones parezcan flotar con su recurrencia obsesiva en el teatro clandestino de la conciencia, en el que la voz del que escribe es un rumor sin descanso, sin apariencia de principio ni fin, como las divagaciones de un insomne que no distingue ninguna claridad en el dormitorio cerrado y no tiene idea de cuánto falta para el amanecer.
Después de la muerte de Cheever sus hijos encontraron veintinueve cuadernos que contenían entre tres y cuatro millones de palabras, según el cálculo de Robert Gottlieb, que editó una selección de cuatrocientas páginas, una vigésima parte del total. Emecé publicó en 1993 una traducción de Daniel Zadunaisky que no sé si se podrá encontrar todavía. La edición americana de bolsillo salió hace casi dos años, al mismo tiempo que la biografía de Bailey. Leer ahora esos diarios sin fechas y con muy pocos nombres propios al mismo tiempo que el relato asombrosamente detallado de la vida es una experiencia arrebatadora. La figura pública del escritor y su obra conocida y celebrada adquieren una profundidad nueva en la que descubrimos los manantiales secretos de su inspiración, el peso terrible de la vergüenza, el remordimiento y la culpa, la sensación permanente de extranjería y de impostura, el pozo negro del alcohol.
El diario de Cheever, como el de Pavese o el de Márai, es una noche oscura del alma en la que no conviene internarse durante demasiadas páginas seguidas. Yo casi siempre lo tengo a mano, pero pocas veces he leído más de unas pocas anotaciones seguidas. Muy pronto se vuelve irrespirable. Parece que me contagiara algo de la toxicidad de la nicotina y el alcohol con los que Cheever se estaba envenenando mientras escribía. Escribía tan borracho que apenas acertaba a golpear las teclas de manera que formaran palabras coherentes y también cuando había dejado de beber y contaba con perverso sarcasmo el aspecto de derrota de sus compañeros en las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Escribía ensañándose en su inseguridad sobre el valor de su literatura y en un sentimiento de inferioridad y de miedo al fracaso y a la humillación que no lo abandonó ni cuando tuvo un éxito indudable, en aquellos años finales en que su cara aparecía en las portadas de los semanarios influyentes y sus libros escalaban en las listas de ventas.
En su ánimo no cabían los estados intermedios: celebraba la maravilla de una mañana luminosa o de un paseo por un bosque de la mano de uno de sus hijos y a continuación se hundía en lo más lóbrego de la resaca o del resentimiento conyugal. En un parque de Boston llegó a implorarle un trago de su botella a un mendigo borracho. Se pasó una gran parte de la vida angustiado y avergonzado por sus impulsos homosexuales y en sus últimos años disfrutó con desenvoltura del amor con hombres jóvenes. Y casi cada día, durante cuarenta años, sobrio o borracho, desesperado o feliz, se sentó delante de la máquina para escribir en su diario. La última anotación termina con una despedida: "...me arranco la ropa, la dejo amontonada en el suelo, apago la luz, y caigo en la cama".
'Diarios'. John Cheever. Traducción de Daniel Zadunaisky. Emecé.
www.antoniomuñozmolina.es
El Nadador (1968) de Frank Perry
AÑO: 1969
DURACIÓN: 94 min.
PAÍS: USA
DIRECTOR: Frank Perry
GUIÓN: Eleanor Perry (Historia: El nadador de John Cheever)
MÚSICA: Marvin Hamlisch
FOTOGRAFÍA: David Quaid
REPARTO: Burt Lancaster, Janice Rule, Janet Landgard, Tony Bickley, Marge Champion, Bill Fiore, Kim Hunter, Nancy Cushman
PRODUCTORA: Columbia Pictures
GENERO: Drama
SINOPSIS:
 
 

Película basada en un relato de John Cheever. Con guión de Eleanor Perry ("Elisa", "Diario De Una Esposa Desesperada").
Ned Merrill (Burt Lancaster) tiene un raro propósito: atravesar el condado en el que reside a nado a través de las piscinas propiedad de sus amigos y conocidos.
Cada vez que visite el hogar de uno de ellos, distintas evocaciones surgirán en sus recuerdos, siempre centrados en la presencia memorativa de su mujer y sus dos hijas
Esta subestimada y olvidada joya cinematográfica desarrolla un extraño y sugestivo recorrido por los sentimientos y evocaciones de un hombre de aspecto vital y optimista pero de afligida y obsesiva existencia interna, manifestada en oníricos y surreales pasajes determinados por una dañada memoria.
Un sensacional Burt Lancaster, prodigioso en su forma física a los cincuenta y cinco años de edad, es el protagonista de una película de absorbente y triste tonalidad, entre alucinante y nostálgica, narrada con una libertad formal que aprovecha sus recursos para exprimir con acierto la personalidad del personaje principal y para mostrar un ácido comentario social sobre el fracaso del denominado "sueño americano".

Eleanor Perry (esposa del director del film) adapta un relato corto de John Cheever en este film co-dirigido por Sydney Pollack (la estupenda escena entre Lancaster y Janice Rule, su ex amante) y musicado de forma harto notable por Marvin Hamlisch en su debut como compositor cinematográfico.
Entre las féminas que Ned Merrill va encontrando por su fascinante y acuoso camino destacan la citada Janice Rule ("La jauría humana") y la principiante Janet Landgard, una actriz que no tuvo demasiada fortuna en el cine, ya que tras este título y debido al fracaso comercial del mismo en su época, sólo aparecería en dos películas de escasa categoría, una de ellas el spaghetti western "Al infierno, gringo" (1969).


 Fuentes:
Biografia de John Cheever 
Sobre la peliculal 
Mas libros del autor 
"Noche oscura de Cheever" ANTONIO MUÑOZ MOLINA
"Cheever. Una vida" Blake Bailey

viernes, 29 de abril de 2011

E.T.A. Hoffmann "Los autómatas"

                                                      Grabado del Turco (1783).
Los autómatas.
Die automate, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

El Turco parlante había causado tal sensación que la ciudad entera estaba en movimiento; viejos y jóvenes, nobles y plebeyos acudían en masa desde bien temprano hasta bien entrada la noche para oír los oráculos que susurraban al curioso los labios secos de una extraordinaria figura que parecía un muerto viviente. Realmente, el autómata estaba configurado de tal modo que la persona que le viese notaba al punto la diferencia de su artificio con todos los artilugios que, a menudo, suelen mostrarse en ferias y mercados, así es que se sentía atraída.
En medio de una habitación provista de los elementos imprescindibles, hallábase una figura de tamaño natural, muy bien formada, vestida ricamente con un traje turco, sentada sobre un taburete de tres patas, que el artista solía quitar a petición de cualquiera que sospechase que pudiera haber alguna relación con el suelo. Tenía la mano izquierda puesta sobre la rodilla, y la derecha, por el contrario, estaba colocada sobre una mesita aislada. Como ya hemos dicho, la figura entera estaba muy bien construida, pero sobre todo la cabeza era de una rara perfección, y su fisonomía totalmente oriental y muy animada proporcionaba al conjunto una vida que escasamente suele encontrarse en las figuras de cera, cuando sus semblantes reproducen los seres humanos inteligentes.
Una ligera barandilla rodeaba la artificiosa figura e impedía que los presentes se acercasen, y únicamente podía aproximarse al artificio mecánico aquel que fuera a preguntar, o tratase de ver de cerca la estructura, siempre que el artista lo consintiese sin que se traicionase su secreto.
Cuando, según la costumbre, se le musitaba al Turco la pregunta en la oreja derecha, entonces éste volvía los ojos, y luego todo el cuerpo, hacia el que preguntaba. Teníase, entonces, la sensación de sentir el aliento que salía de su boca, al tiempo que una suave respuesta realmente provenía de su interior. Cada vez que daba la respuesta, el artista metía una llave en el costado izquierdo de la figura, y haciendo mucho ruido daba cuerda a un aparato de relojería. A petición del interesado abría allí una ventanita, de modo que se podía ver en el interior de la figura un artístico engranaje con muchas ruedas, que no tenía la menor relación con el habla del autómata, aunque ocupaban tanto sitio que era del todo imposible que en el resto de la figura cupiese algún hombre, aunque fuese tan pequeño como el famoso enano Augusto, el que salía del pastel.
Después del movimiento de cabeza que solía acompañar la respuesta, solía el Turco, a veces, levantar el brazo derecho, y ora amenazaba señalando con el dedo, ora rechazaba la pregunta con la mano. En el caso de que sucediese esto, al volver a repetir la misma pregunta el interesado, recibía una respuesta ambigua o desagradable, y al moverse la cabeza y el brazo podía comprobarse cómo funcionaba el mecanismo, sin que interviniera para nada un ser humano.
La gente se devanaba la cabeza para saber de qué medio se valdrían para la comunicación, y registraban en vano las paredes, la habitación de al lado, los enseres, en fin, todo. La figura y el artista, cuanto más eran observados por los ojos de Argos de los más hábiles mecánicos, más tranquilos permanecían. El artista hablaba y bromeaba desde los más alejados rincones de la habitación, con los observadores, y dejaba a la figura sola, como un ser independiente, que no tuviese ni necesitase la menor relación con él para sus movimientos y respuestas; es más, no podía evitar una cierta sonrisa irónica cuando volvían y remiraban por todos los lados el taburete y la mesita, y los golpeaban, incluso hasta llegaban a mirar al trasluz a la figura, observándola con gafas y lupas, hasta que cansados los mecánicos aseguraban que sólo el diablo sería capaz de decir algo acerca de aquel maravilloso mecanismo.
Todo fue en vano y la hipótesis de que el aliento que salía de la boca de la figura podría ser producido por un ventilador escondido, y de que el mismo artista fuese ventrílocuo y diese las respuestas, no tuvo aceptación, ya que el artista, en el mismo momento en que el Turco daba una respuesta, permanecía hablando en alto con un espectador.
No obstante la perfecta estructura que tenía la artificiosa figura y lo extraordinariamente enigmática que era, el interés del público habría decaído, si no fuera porque el artista había sido capaz de atraer al espectador por otro medio. Esto consistía en las mismas respuestas que daba el Turco observando, con penetrante mirada, la personalidad del que preguntaba, que unas veces eran secas, y otras ordinarias y burlonas, para transformarse en agudas y sabias, y más de una vez hasta extrañamente dolorosas. A menudo sorprendía con la proyección mística de su mirada en el futuro, pero lo más desconcertante era saber cómo había podido penetrar en el interior del que preguntaba. Añádase a esto que, a veces, cuando le preguntaban al Turco en alemán, y respondía en una lengua extranjera que le fuese familiar al que preguntaba, al hacerlo se veía que la respuesta no podía ser más concisa ni más precisa en ninguna otra lengua más que en la elegida.
En resumen, cada día que pasaba se hablaba más de las acertadas respuestas del sabio Turco, y no se sabía qué admirar más: si la misteriosa relación de aquel ser humano con la figura o la penetración de la individualidad del que preguntaba, y sobre todo el singular espíritu de las respuestas.
De todo esto se hablaba en la tertulia de la noche a la que acudían los dos amigos Luis y Fernando. Ambos confesaron, avergonzados, que todavía no habían visitado al Turco, no obstante ser de buen tono acudir a verle, para luego contar las milagrosas respuestas que recibían a esas preguntas capciosas.
—A mí me resultan sumamente desagradables —dijo Luis— todas estas figuras que no tienen aspecto humano, aunque, sin embargo, imitan a los hombres, y tienen toda la apariencia de una muerte viviente, o de una vida mortecina. Ya en mi más tierna infancia, yo echaba a correr llorando cuando me llevaban al gabinete de las figuras de cera, y todavía hoy no puedo entrar en uno de esos gabinetes sin que me sobrecoja un sentimiento horrible y siniestro. Tendría que gritar las palabras de Macbeth: «¿Qué miras con esos ojos que no ven?», cuando contemplo fijas en mí las miradas muertas, quietas y vidriosas de todos esos potentados y héroes famosos y asesinos y criminales. Estoy convencido de que la mayoría de los hombres participan de este mismo sentimiento, aunque no en tan alto grado como yo, no tenéis más que ver cómo la multitud desfila en silencio ante el gabinete de figuras de cera y hablan en voz baja y no se oye una palabra siquiera; ya comprenderéis que no lo hacen por respeto a los personajes importantes, sino que se ven obligados a este pianissimo debido al efecto siniestro y misterioso que reina allí. En resumen, me causan una impresión fatal los movimientos mecánicos de estas figuras muertas que imitan a los vivos, y estoy convencido de que vuestro extraordinario e ingenioso Turco me va a obsesionar como si fuera un monstruo nigromante, sobre todo en mis noches de insomnio. Sin embargo, no voy a irme, prefiero escuchar todo lo que contáis de raro y extraño.
—Bien sabes —dijo Fernando, volviendo a tomar la palabra— que todo lo que acabas de decir acerca del tremendo poder imitativo de lo humano que tienen las figuras de cera que tan vivas parecen me ha llegado al alma. Sin embargo, por lo que respecta a los autómatas mecánicos, la cuestión es saber de qué modo el artista ha concebido la obra. Uno de los autómatas más perfectos que he visto en mi vida es el acróbata de Ensler, que da volteretas, pues así como sus poderosos movimientos realmente imponen, la forma repentina de sentarse en la cuerda y su amable inclinación de cabeza tienen mucho de burlesco, aunque nadie se ha sentido sobrecogido por el sentimiento de malestar que, por lo general, tales figuras inspiran a ciertas personas muy sensibles.
»Por lo que se refiere a nuestro Turco, mis reflexiones son otras. Según las descripciones de todos los que le han visto, esta figura tan notable tiene, sin embargo, algo subordinado, y la forma de mover los ojos y de volver la cabeza está hecha de modo que atraiga nuestra atención, aunque no poseamos la clave de su secreto. No sólo es posible, sino que es cierto que sale el aliento de la boca del Turco, la experiencia nos lo demuestra; ahora bien, de ello no se deduce que ese aliento proceda realmente de las palabras que profiere. No hay duda alguna de que existe un ser humano que, no obstante estar oculto a nuestras miradas, y estar fuera de nuestra percepción acústica y óptica, está en estrecha relación con el que pregunta, y él ve y le oye y responde a sus preguntas. El que nadie, ni siquiera nuestros más hábiles mecánicos, haya podido descubrir la pista de cómo se establecen esas relaciones es buena prueba de que la invención del artista creador es extraordinaria, y desde este punto de vista su creación merece nuestra mayor atención. Ahora bien, lo que a mí me parece maravilloso, y hasta cierto punto me atrae, es el poder espiritual de ese ser humano desconocido, que le capacita para penetrar en lo más profundo del interior del que pregunta, y le permite responder con tal fuerza y penetración y, a veces, con tan estremecedora ambigüedad, que pueden considerarse las respuestas como verdaderos oráculos, en el recto sentido de la palabra.
»A este respecto, he oído algunas cosas de varios amigos, que me han dejado asombrado, así es que ya no voy a resistir más los deseos que tengo de poner a prueba a ese extraordinario y profético vidente de lo desconocido, y he decidido que mañana mismo, al mediodía, iré allí. Y a ti, querido Luis, te invito a que me acompañes y depongas el miedo que sientes ante estos muñecos vivientes.
Aunque Luis sentía gran preocupación, tuvo que ceder para que no le considerasen un tipo estrafalario, ya que muchos de los amigos insistieron en que no se apartase del divertido grupo, y al día siguiente formase parte de los que iban a sondear al Turco milagroso.
Así pues, Luis y Fernando fueron con un grupo de jóvenes muy alegres, que se habían propuesto acompañarles. El Turco, al que realmente no podía atribuírsele ninguna grandeza oriental, y cuya cabeza, como ya dijimos, estaba tan bien configurada, causó un efecto bastante ridículo a Luis, apenas hizo su entrada, y cuando el artista metió la llave en su costado y empezó a darle cuerda, le pareció el asunto de tan mal gusto y tan vulgar, que instintivamente exclamó:
—Vean, señores, vean, todos tenemos carne en el estómago, pero su Excelencia el Turco debe tener dentro todo un asador automático.
Como todos se echasen a reír, el artista, al que pareció no hacerle gracia la broma, dejó de dar cuerda. Bien fuese porque no le gustase al sabio Turco la jovial actitud del grupo, o bien fuese porque aquella mañana no estuviera de humor, lo cierto es que todas las respuestas que dio a la mayor parte de las agudas e ingeniosas preguntas fueron insustanciales, y sobre todo Luis tuvo la mala suerte de que el oráculo no le entendiese nunca y le diese respuestas equivocadas. Cuando, muy descontentos, ya parecían disponerse a dejar al autómata y al artista, evidentemente malhumorados, se le ocurrió a Fernando decir:
—En verdad, señores, que todos estamos muy descontentos con el sabio Turco, pero de seguro que la culpa es nuestra, pues probablemente nuestras preguntas no le agradaban al hombre. Fijaos cómo mueve la cabeza y levanta la mano (efectivamente, la figura lo hacía así), ¡parece confirmar mis palabras!... de pronto no sé cómo se me ha ocurrido hacerle una pregunta, que si me contesta acertadamente pondrá a salvo, de una vez para siempre, el honor del autómata.
Fernando se acercó a la figura y le susurró unas palabras al oído; el Turco levantó el brazo, como si no quisiera responder, Fernando no cejó, y entonces el Turco, volviendo la cabeza, se inclinó hacia él... Luis notó que, repentinamente, Fernando palidecía, aunque después de unos segundos, volvió a preguntar algo, y al instante recibió la respuesta. Con sonrisa forzada, Fernando dijo a la concurrencia:
—Señores, por lo que a mí respecta, puedo aseguraros que el Turco ha salvado su honor, pero como el oráculo debe ser un oráculo secreto, os suplico me dispenséis de deciros lo que he preguntado y lo que ha contestado.
Por mucho que hiciera Fernando para ocultar su emoción, sin embargo ésta se manifestaba claramente en los esfuerzos que hacía para aparentar tranquilidad y alegría, y como el Turco había dado acertada y extraordinaria respuesta, el grupo no se sintió invadido por la siniestra sensación que se había apoderado de Fernando. Aunque la alegría anterior había cesado, y en vez de aquella conversación tumultuosa, sólo intercambiaban palabras sueltas, separándose todos en total armonía.
Apenas se quedó solo Fernando con Luis, comenzó a decir:
—¡Amigo mío! No voy a ocultarte lo que me ha dicho Turco. Me ha emocionado tanto que no puedo evitar el dolor que siento, hasta el punto que si el cruel oráculo se cumple, será causante de mi muerte.
Luis miró a su amigo, lleno de asombro y sorpresa, pero Fernando continuó:
—Bien sé que el ser invisible que establece la comunicación con nosotros por medio del Turco, de manera misteriosa, posee fuerzas suficientes para penetrar, con poder mágico, en nuestros más secretos pensamientos, y quizá es poder extraño tenga capacidad para ver claramente el germen del futuro, que yace en nuestro interior, en una especie de mística unión con el mundo exterior, de tal modo que pueda llegar a saber lo que nos suceda en días lejanos, lo mismo que a los hombres les es dado el triste don de poder predecir la hora justa de su muerte.
—Debes de haber preguntado algo muy notable —repuso Luis—, quizá consideres que en la respuesta ambigua del oráculo resida toda la importancia, y por eso lo que sólo el producto y el juego de una casualidad caprichosa hace que resulte impresionante tú lo atribuyes a una fuerza mística de ese hombre ingenuo que se manifiesta a través del Turco.
Entonces Fernando, tomando de nuevo la palabra, repuso:
—En este momento estás contradiciendo aquello en que solíamos estar de acuerdo, cuando nos referíamos al azar. Así que para que sepas todo, y puedas juzgar con acierto, te voy a contar algo de mi vida, que hasta ahora he callado.
»Hace ya muchos años que regresé de B. desde las posesiones que mis padres tenían en la Prusia Oriental. En K. encontréme con algunos jóvenes curlandeses, que precisamente también regresaban a B., así es que emprendimos juntos el viaje en la diligencia conducida por tres caballos de postas. Ya puedes imaginarte lo que sería viajar por el ancho mundo, estando en los primeros años de la vida, en plena efervescencia y con una bolsa bien repleta; la alegría de la vida brotaba de nosotros a borbotones, casi con salvaje desenfreno. Las ocurrencias más disparatadas eran recibidas jubilosamente, y todavía me acuerdo de que cuando llegamos hacia eso del mediodía a M. se nos ocurrió coger la silla extensible de la dueña de las postas, y sin tener en cuenta sus protestas, nos dedicamos a dar vueltas con el robo, fumando tabaco por toda la casa, y paseamos arriba y abajo entre un gran gentío, hasta que de nuevo el alegre sonido del cuerno del postillón nos volvió a llamar. Con el más jovial talante y la más estupenda disposición, llegamos a D., en cuya hermosa región teníamos pensado pasar algunos días. Cada día hacíamos una excursión diferente y entretenida; el primer día fuimos hasta finalizar la tarde a las montañas de Karl, y recorrimos toda la región circundante, y cuando regresamos a la hostería allí nos esperaba un oloroso ponche que habíamos encargado de antemano, y al que hacíamos honor, animados por el aire del lago, sin que nunca llegara a embriagarnos. Yo notaba que me latía el pulso y me palpitaban las venas, y que la sangre, como un torrente de fuego, abrasaba mis nervios. Cuando, al fin, llegué a mi cuarto, me tiré sobre la cama, pero a pesar del cansancio, mi sueño fue más bien una dejadez somnolienta, a través de la cual seguía percibiendo mi entorno. Tuve la sensación de que hablaban en voz baja en la habitación de al lado, y finalmente pude oír la voz de un hombre que decía:
»—Ahora procura dormir bien, para que estés preparado a la hora.
»Una puerta se abrió y luego volvió a cerrarse, hízose un profundo silencio, que pronto se vio interrumpido por el suave acorde de un fortepiano. Bien sabes ¡oh Luis! qué encanto encierran los acordes de la música cuando resuenan en la noche. Tuve la sensación, entonces, de que en aquellos acordes me hablaba la voz maravillosa de un espíritu. Me entregué a aquella placentera impresión, convencido de que a continuación oiría alguna fantasía musical, pero cuál no sería mi sorpresa cuando escuché la divina voz de una mujer que cantaba una conmovedora melodía, cuyas palabras eran:
Mio ben ricordati
s'avvien ch'io mora
quanto quest'anima
fedel t'amó.
Lo se pur amano
le fredde ceneri
nel urna ancora
t'adoreró!
»¿Cómo podré expresar el sentimiento que me embargó para mí desconocido, ni siquiera presentido, cuando oí la resonante melodía que iba en crescendo? Cuando aquella melodía tan singular y nunca oída... ¡ay!, que parecía expresar la dulce melancolía del amor más intenso, alcanzó el punte más alto de su cántico en claros acordes, como si los tonos resonasen tal campanas de cristal, y luego descendiese hasta lo más profundo del canto, hasta morir con el apagado suspiro de una queja desesperada, entonces sentí un estremecimiento delicioso, como si mi pecho vibrara por el dolor de un anhelo infinito, como si fuese a quedarme sin respiración, y como si yo mismo desfalleciera presa del indecible y celestial placer. No me atreví a moverme, toda mi alma y todo mi ser eran oídos.
»Mucho después de que los tonos cesasen, un torrente de lágrimas me anegó, rompiendo así con la tensión que amenazaba aniquilarme. Finalmente el sueño debió de apoderarse de mí, pues cuando me despertó el tono agudo del cuerno del postillón, brillaba la luz del sol en mi cuarto, y fue entonces cuando me di cuenta de que sólo en sueños había gozado aquella inmensa felicidad, la más alta dicha que a mi parecer, se puede gozar en este mundo. Una hermosa y bella joven había entrado en mi cuarto; era la cantante que, dirigiéndose a mí, con voz dulcísima y maravillosa, me dijo:
»—¡ Así es como has podido reconocerme, mi querido Fernando!
»"Yo ya sabía que sólo tenía que cantar para volver a revivir en ti, pues cada tono estaba en lo más profundo de tu pecho, y al verme debería volver a resonar.
»¡Qué indecible placer se apoderó de mí cuando vi que era la amada de mi corazón, aquella que estaba grabada en mi alma desde mi más tierna infancia, de la cual me había privado un destino enemigo, y que ahora ¡oh ser afortunado!, volvía a recuperar. Así que mi intenso amor resonó justamente en aquella melodía de tan profunda nostalgia, y nuestras palabras, nuestras miradas se unieron en aquellos tonos espléndidos, que iban en crescendo y parecían desbordar como un torrente de fuego. Cuando desperté, tuve que reconocer que ningún recuerdo de tiempos anteriores tenía la menor relación con la maravillosa imagen de mis sueños —era la primera vez que veía a la hermosa muchacha.
»En el interior de la casa ya se oían voces,... de un modo mecánico me repuse y me apresuré a asomarme a la ventana; un hombre de edad, bien vestido, regañaba con el postillón, que parecía haber roto algo del elegante carruaje. Finalmente, cuando todo estuvo arreglado, el hombre gritó:
»—Todo está en orden, salimos.
»Me di cuenta, entonces, de que muy próxima a mi ventana estaba una jovencita, que se apresuró hacia el coche, pero como llevaba una gran capota, no pude verle el semblante. Cuando salió por la puerta de la casa, volvióse y me miró.
»¡Luis! Era la cantante... Era la imagen de mis sueños...
»La mirada de sus ojos celestiales se posó en mí y tuve la sensación de que penetraba en mi pecho como el rayo de un tono de cristal, y hasta sentí un dolor físico, de tal modo que todas las fibras de mi cuerpo y todos mis nervios se estremecieron, y sentí que me paralizaba un indecible placer. Rápidamente entró en el coche... el postillón tocó una alegre piececilla en tono burlesco... En un instante desaparecieron en un recodo de la calle. Como en sueños quedé apoyado en la ventana, los curlandeses entraron en la habitación para llevarme a una excursión que teníamos preparada. No pronuncié palabra alguna..., creyeron que estaba enfermo, ¡sentí que me era imposible comunicar algo de lo que me acababa de suceder! Hice todo lo posible para informarme de quiénes eran los forasteros que habían vivido junto a mí aunque tenía la sensación de que, a medida que brotaban la palabras de labios extraños, se desvelaba el dulce secreto de mi corazón. Decidí, desde ahora en adelante, no dejar entrever nada de la que sería la eterna amada de mi corazón, aun que no volviese a verla nunca más.
»¡Oh, tú, amigo de mi corazón! Tú sí que podrás comprender el estado en que me encontraba; no me reprendas; abandono todo para seguir las huellas de mi desconocida amada.
»En aquel estado de ánimo, la alegre compañía de los curlandeses me resultó muy desagradable, así es que sin que se dieran cuenta, una noche me escapé, dirigiéndome a B., siguiendo la corriente de mis pensamientos. Ya sabes que desde muy pronto he dibujado perfectamente; en B., bajo la dirección de un diestro maestro, empecé a pintar miniaturas, en poco tiempo progresé tanto que pude realizar mi oculto objetivo, dibujar dignamente el retrato más fiel de la desconocida. Secretamente, con las puertas cerradas, pinté el retrato. Ninguna mirada humana la ha visto jamás, ya que hice que pintaran un retrato igual, del mismo tamaño, y yo mismo coloqué el retrato de la amada debajo, y desde entonces lo llevo sobre mi pecho desnudo.
»Por primera vez en mi vida te he hablado del momento más importante de mi vida, tú ¡oh, Luis! eres el único al que he confiado mi secreto... ¡Pero hoy siento que un poder extraño y enemigo ha penetrado en mi interior!... Cuando me acerqué al Turco le pregunté pensando en la amada de mi corazón:
«—¿Volveré a vivir en el futuro unos instantes semejantes a los que viví y fui tan feliz?
»El Turco, como ya recordarás, trató de no darme respuesta y finalmente, como yo no cejase, dijo:
»—Mis ojos están fijos en tu pecho, pero el oro reluciente que está enfrente ofusca mi vista..., ¡vuelve el retrato!...
»No tengo palabras para expresarte el sentimiento que se apoderó de mí, y qué estremecimientos sentí. Ya puedes imaginarte en qué estado de emoción me encontré. El retrato permanecía sobre mi pecho, vuelto, tal como el Turco había dicho; sin querer le di la vuelta y repetí la pregunta, entonces la figura con tono severo dijo:
«—¡Desgraciado! ¡En el mismo instante en que vuelvas a verla, la perderás!
Trató Luis, con palabras animosas, de consolar al amigo, que permanecía sumido en profundas reflexiones, cuando fue interrumpido por varios de los conocidos que les acompañaban. Pronto se extendió por la ciudad el rumor de la respuesta que había dado el sabio Turco, y todos se devanaban los sesos por saber qué desgraciada profecía había podido desconcertar de ese modo a Fernando, siempre tan despreocupado; asediaron a los dos amigos con preguntas, y Luis se vio obligado, para salvar a Fernando de las exigencias que mostraba, de inventarse una vulgar aventura, que halló buena acogida, precisamente porque estaba muy lejos de la realidad.
Aquel grupo de amigos que animó a Fernando a visitar al extraordinario Turco solía reunirse una vez a la semana, así es que en la primera reunión volvió a hablarse del Turco, y como consecuencia trataron de sacarle algo a Fernando acerca de aquella aventura que le había dejado en un estado tan decaído, aunque en vano él tratase de ocultarlo. Luis dábase cuenta del trastorno que sentía su amigo al ver amenazado por un poder extraño y maligno el secreto de un amor fantástico que guardaba celosamente en lo más profundo de su pecho; también él, como Fernando, estaba convencido de que la penetrante mirada de aquel poder que traspasaba el misterio tenía capacidad de revelar la misteriosa relación que existe entre el futuro y el presente.
Aunque Luis creía en lo dicho por el oráculo, sin embargo, al conocer la despiadada y hostil revelación de un destino avieso que amenazaba a su amigo, concibió gran antipatía contra aquel ser humano escondido que se manifestaba a través del Turco. Frente a los innumerables admiradores de aquella obra de arte, se puso abiertamente en la oposición, y como alguien afirmase que en los movimientos naturales del autómata había algo especialmente imponente, lo que hacía que fuese mayor el efecto de las respuestas del oráculo, él, por el contrario, afirmó que encontraba algo ridículo en la forma que el honorable Turco tenía de girar las órbitas y de volver la cabeza, lo que dio lugar a que, debido a unas palabras de sorna que se le escaparon, el artista, que quizá era el mismo ser que obraba en el interior, se pusiera malhumorado, y como consecuencia, las respuestas que diera a continuación apenas si tuviesen sentido e interés alguno.
—Tengo que confesar —dijo Luis— que, nada más entrar, la figura me recordó por completo a un artístico cascanueces que me regaló un primo mío el día de Navidad, cuando era muy pequeño. El hombrecillo tenía un semblante de una seriedad extraordinariamente cómica, y por medio de una clavija que tenía en la cabeza, giraba los ojos, cuando cascaba una nuez dura, y al hacer esto, su figura entera se animaba como si estuviera viva, de una manera tan cómica, que yo me pasaba las horas enteras jugando con él, de forma que aquel enano entre mis manos se convertía en una figura viva.
»A partir de entonces todas las marionetas, por muy perfectas que fuesen me parecían como tiesas y sin vida, en comparación con mi maravilloso cascanueces. Mucho había oído hablar de los extraordinarios autómatas del Arsenal de Danzig, por lo que no dejé de acudir para verlos cuando hace unos años tuve ocasión de estar en Danzig. Apenas hube entrado en la sala, avanzó hacia mí un soldado teutónico y disparó su fusil al aire, y el disparo resonó en las amplias bóvedas, y aún hizo otros caprichosos juegos y divertimentos que realmente ya he olvidado, y que me sorprendieron, hasta que finalmente me condujeron a la sala en que el dios de la guerra, el temible Mavor, se encontraba rodeado de toda su corte.
»El mismo Marte en persona, vestido de manera grotesca, hallábase sentado en un trono adornado con armas de todas clases, rodeado de alabarderos y guerreros. Apenas nos acercamos al trono, dos soldados comenzaron a tocar sus tambores y los pífanos resonaron de un modo tan horrible, que era necesario taparse los oídos, a causa de aquel alboroto cacofónico. Hice notar que el dios de la guerra tenía una orquesta indigna de su Majestad, y me dieron la razón. Finalmente cesaron los tambores y los pífanos... y entonces los alabarderos comenzaron a volver la cabeza y junto con los guerreros, a marcar el paso, hasta que el dios de la guerra, después de haber girado los ojos numerosas veces, levantóse de su sitio y pareció que se dirigía hacia nosotros. Sin embargo, volvió a sentarse en su trono. Otra vez tocaron los tambores y los pífanos, hasta que de nuevo todo volvió a quedar como al principio, en un silencio absoluto.
»Después de ver todos estos autómatas, dije para mis adentros, al marcharme:
»—¡Me gusta más mi cascanueces!
Todos se rieron mucho, aunque estuvieron de acuerdo en que las consideraciones de Luis eran más divertidas que verdaderas, pues, haciendo caso omiso del singular ser que la mayor parte de las veces respondía por el autómata, y también aunque no fuese posible descubrir la relación del ser oculto con el Turco, que, no sólo hablaba a través de él, sino que motivaba sus movimientos, había que reconocer totalmente que el autómata era una obra maestra de la mecánica y de la acústica.
El mismo Luis tuvo que reconocerlo, y todos elogiaron unánimes al artista extranjero. A todo esto, un hombre de edad que, por regla general, hablaba muy poco, y que hasta la fecha no se había mezclado en la conversación, levantóse de la silla, según tenía costumbre de hacer cuando quería decir dos palabras, que, por cierto esta vez tenían relación con el asunto, y comenzó a decir así, de manera muy cortés:
—Señores, permitidme que os diga lo siguiente: Con gran acierto elogiáis la rara obra de arte que tanto nos atrae; injustamente dais la denominación de artista a ese hombre vulgar, que en realidad no tiene participación alguna en lo que tiene de más perfecto la figura, ya que ésta es la obra de un hombre experimentado en todas las artes, que desde hace muchos años se encuentra entre los muros de nuestra ciudad, y todos nosotros le conocemos y le tenemos en alta estimación.
Quedaron todos muy asombrados, y asediaron con preguntas al viejo, que continuó diciendo:
—No es otro, sino el Profesor X. El Turco llevaba aquí dos días, sin que nadie hubiera tenido la menor noticia de él, cuando el Profesor X manifestó que todo lo referente a los autómatas le interesaba muchísimo. Apenas oyó un par de respuestas del Turco, que, tomando aparte al artista, le dijo al oído algunas palabras. Éste, palideciendo, cerró la habitación en que estaba, para estar a salvo de los pocos curiosos que hasta entonces allí se encontraban. Los carteles de anuncio desaparecieron de las esquinas de las calles, y no se volvió a saber más del sabio Turco, hasta que pasados catorce días, volvió a verse un anuncio y apareció el Turco con una nueva y hermosa cabeza, y en la disposición en que está en la actualidad, lo que para vosotros es un enigma indescifrable. Desde entonces todas las respuestas son ingeniosas y profundas.
»No cabe la menor duda de que todo esto es obra del Profesor X, ya que el artista durante todo el tiempo que no mostró a su autómata, diariamente estaba con el Profesor X, y por cierto durante varios días en el cuarto del hotel, donde también estaba la figura. Por otra parte, señores míos, ya tenéis conocimiento de que el propio Profesor X está en posesión de uno de los autómatas musicales más preciosos que se conocen, y que desde hace mucho tiempo mantiene correspondencia con el Consejero B. acerca de toda clase de artes mecánicas y mágicas. Todo esto es suficiente para demostrar que sólo a él se debe la capacidad de sorprender al mundo en el más alto grado. Él, sin embargo, trabaja y crea en secreto, y sólo enseña su obra singular a quienes realmente se interesan por ella.
En efecto, todos sabían que la especialidad del Profesor X eran la física y la química, y aunque luego empezara a ocuparse de obras de arte mecánicas, ninguno del grupo pudo sospechar que tuviera influencia en el sabio Turco. Únicamente conocían de oídas el gabinete artístico que había mencionado el viejo.
Fernando y Luis, al escuchar el informe que dio el viejo acerca del Profesor X, y sobre su influencia y participación en el autómata extranjero, se sobresaltaron.
—No he de ocultarte —dijo Fernando— que entreveo una débil esperanza y posibilidad de hallar una huella del misterio que me atormenta tan cruelmente, si tengo la oportunidad de entrar en contacto con el Profesor X.
»Incluso hasta es posible que la suposición de que exista una relación maravillosa entre yo mismo y el Turco, o mejor dicho la persona escondida que le utiliza como órgano de sus sentencias proféticas, pueda servirme de consuelo y él llegue a atenuar el efecto de la impresión que me han hecho las espantosas palabras. Estoy decidido, con el pretexto de ver su autómata, a trabar conocimiento con este hombre misterioso, y como sus obras de arte, ya lo has oído, son musicales, creo que también será interesante que me acompañes.
—¡Cómo si no fuera bastante la oportunidad que tengo de prestarte ayuda y consejo en esta situación en que te encuentras! Precisamente hoy, al oír al viejo hablar de la influencia que el Profesor X ha tenido en la máquina automática, se me han pasado por la cabeza algunas ideas, y no voy a mentirte si te digo que sería muy posible que por un medio indirecto lograse saber algo que nos interesa mucho. Para tener la solución del enigma ¿no crees que podría haberse dado el caso de que la persona invisible hubiera visto el retrato que llevas en el pecho, y hubiera imaginado una afortunada combinación que tuviera todas las apariencias de ser acertada? Con el cruel vaticinio, quizá se vengase de nuestra petulancia, cuando nos burlamos de la sabiduría del Turco.
—Ya te he dicho —repuso Fernando— que ningún ser humano ha visto el retrato, a nadie le he contado el suceso aquel..., ¡así es que es imposible que el Turco se haya informado de todo por un procedimiento normal!... quizá sea más fácil estar próximos a la verdad por medio de un camino indirecto.
—Yo creo —dijo Luis— que nuestro autómata, por mucho que hayamos afirmado lo contrario, es uno de los más extraordinarios fenómenos que jamás se ha visto, y todo demuestra que la persona que dirige todo este artificio es poseedor de profundos conocimientos, más de los que pueden imaginar los papanatas que sólo admiran el prodigio. La figura no es más que una forma inventada para comunicarse, y no se puede negar que el aspecto y los movimientos del autómata son de lo más apropiado para fijar la atención en lo misterioso que encierra, y sobre todo para poner en tensión al que pregunta conforme a los deseos del que responde.
»Es un hecho comprobado que dentro de la figura es imposible que se esconda ningún ser humano, así es que cuando creemos escuchar las respuestas de boca del Turco, sin duda alguna que se debe a un efecto acústico; ahora bien, cómo se efectúa esto, en qué posición se encuentra la persona que responde, qué le permite ver al que pregunta, ésa es la cuestión, que me parece un enigma; es posible que sólo dependa de unas buenas condiciones acústicas y mecánicas y de una agudeza extraordinaria, o mejor dicho, puede ser la consecuencia de la agudeza del artista que no ha desaprovechado ningún medio para embaucarnos.
»He de confesar que la solución de este misterio me interesa menos que saber los medios de los que se vale el Turco para penetrar y ver el alma del que pregunta, y, sobre todo, como tú muy bien has dicho antes, para adentrarse en lo más profundo de nuestro ánimo. Da la sensación de que el ser que responde, valiéndose de un medio desconocido, ejerce una influencia psíquica sobre nosotros, y es más, logra establecer una relación espiritual que se apodera de todo nuestro espíritu y domina de tal forma nuestra personalidad que, no obstante ser difícil que nuestro secreto se manifieste con claridad, logra provocar una especie de éxtasis, una relación intensa con este extraño principio espiritual que reside en nuestro interior, iluminándolo y haciendo que se manifieste.
»Este poder psíquico es el que hace vibrar las cuerdas que existen en nuestro interior, y que apenas vibraban y resonaban, y es entonces cuando percibimos claramente sus puros acordes; es posible que seamos nosotros mismos quienes nos demos la respuesta, al despertar esa voz interna mediante el extraño principio espiritual, y que los confusos presentimientos tomen forma en el pensamiento y se conviertan en sentencias de oráculo, de igual modo que, a menudo, durante el sueño, una voz extraña nos alecciona sobre algunas cosas que desconocemos o que están dudosas, y esta voz nos parece que procede de un ser extraño, cuando en realidad procede de nuestro interior y se manifiesta en palabras clarísimas.
»Por otra parte, es evidente que el Turco —y al decir esto, como es natural, me refiero al ser que se esconde dentro de él— no siempre tiene necesidad de establecer una relación psíquica con el que pregunta. Más de cien de los que preguntan son tratados superficialmente, como merece su personalidad, y a veces basta una ocurrencia cualquiera para que la agudeza natural o la viveza espiritual del ser que contesta llegue a la cumbre, aunque no sea excesivamente profunda la pregunta.
»Cuando el carácter del que pregunta es muy exaltado, el Turco se las arregla de tal modo que encuentra los medios de establecer esa relación psíquica que da la posibilidad de que la propia persona que pregunta se conteste a sí misma, desde su interior. La indecisión de que da muestras, a veces, el Turco al responder a las preguntas muy profundas quizá sea sólo un pretexto para ganar tiempo y poder lograr los medios de que se vale. Ésa es mi opinión, de todo corazón te lo digo, ya veis, pues, que el artificio no me resulta tan despreciable como hoy trataba de haceros creer..., quizá es que tomo la cosa muy en serio..., ¡sin embargo, no quiero ocultarte que, aunque estés de acuerdo conmigo, no habremos logrado nada para nuestra propia tranquilidad!
—Te equivocas, amigo mío —repuso Fernando—, precisamente porque tus ideas concuerdan con las mías y con lo que yace oscuramente en el fondo de mi alma, me siento perfectamente tranquilo; ahora sé que esto es sólo cosa mía, y que mi secreto no será desvelado, pues mi amigo lo guardará fielmente, como algo sagrado. Sin embargo, voy a decirte ahora un detalle muy especial, que había olvidado. Cuando el Turco pronunció las palabras fatales, tuve la sensación de oír resonar la melodía: Mio ben ricordati s'avvien ch'io mora, en tonos entrecortados... y luego creí oír un largo acorde de aquella voz divina que escuché aquella noche.
—Entonces no quiero ocultarte —dijo Luis— que, precisamente cuando escuchaste la respuesta que te dio en voz baja, tenía yo, casualmente puesta la mano sobre la barandilla que rodea el artificio mecánico; sentí que mi mano se estremecía y yo también tuve la sensación de que algo musical, como una especie de cántico, inundaba la habitación. No presté apenas atención, pues, como bien sabes, mi fantasía está siempre henchida por la música, de aquí que puedan siempre confundirse mis sentidos, aunque sí me sorprendió vivamente observar la misteriosa relación que tenían aquellos tonos resonantes con el suceso de D., que te llevó a ver al Turco y a hacerle tu pregunta.
Fernando consideró como una prueba de la relación psíquica que existía entre él y su querido amigo el que también éste hubiese oído el mismo tono, y como siguiera meditando acerca del misterio de las relaciones psíquicas y del principio espiritual que daba resultados tan prodigiosos y vivos, finalmente viose libre de la pesada carga que oprimía su pecho desde que recibiera la respuesta, y sintió valor para enfrentarse con el destino: «¿Acaso puedo perderla —se decía— si reina eternamente en mi pecho y su existencia se afirma de modo tan intenso, que sólo podrá perecer con mi vida?»
Con la esperanza de encontrar la solución a las suposiciones que ambos consideraban como verdaderas, fueron a ver al Profesor X. Encontráronse con un hombre muy anciano, vestido a la antigua, de aspecto simpático, cuyos ojillos grises miraban de un modo penetrante y molesto, y en cuyos labios se insinuaba una sonrisa sarcástica.
Cuando manifestaron su deseo de ver al autómata, les dijo:
—¡Vaya! ¿Son ustedes acaso aficionados a los artificios mecánicos o quizá diletantes? Entonces van ustedes a encontrar lo que no encontrarían en toda Europa, y ni siquiera en el mundo entero.
La voz del Profesor cuando hablaba de su artificio mecánico tenía algo muy desagradable, era voz de tenor, con una disonancia chillona del estilo de los charlatanes. Armando mucho ruido, sacó la llave y fue a abrir la suntuosa sala, elegantemente adornada. En medio de ella había un gran piano de cola, al lado del cual se hallaba la imponente figura de un hombre con una flauta en la mano; a la izquierda una figura de mujer estaba sentada ante un instrumento parecido a un piano, detrás del cual había dos niños con un gran tambor y un triángulo. Al fondo pudieron ver los dos amigos la orquesta que ya conocían y a lo largo de las paredes numerosos relojes.
El Profesor pasó por delante de la orquesta y de los relojes, sin apenas rozar los autómatas; luego sentóse al piano de cola y empezó a tocar pianissimo el andante de una marcha. A la repetición, el flautista se puso la flauta en la boca y tocó el mismo tema, luego el muchacho, llevando el compás, tocó suavemente el tambor, mientras el otro agitó el triángulo muy ligeramente, de modo imperceptible. Al instante, la joven prorrumpió en acordes al tiempo que al tocar las teclas hacía sonar unos tonos parecidos a los de una armónica.
Cada vez iba animándose más la sala, los relojes, uno tras otro, marcaban con una precisión rítmica, el muchacho tocaba cada vez más fuerte el tambor, el triángulo resonaba en la habitación, hasta que finalmente la orquesta resonó a bombo y platillo un fortissimo, de tal modo que todo tembló y se estremeció, hasta que el Profesor dio un acorde final en su piano.
Los amigos dispensaron al Profesor los aplausos que parecía exigir con su astuta mirada, sonriente y llena de satisfacción, y ya se disponía a tocar otras producciones musicales del mismo estilo, y se acercaba a los autómatas, pero los dos amigos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, dieron como pretexto al mismo tiempo un urgente negocio que les impedía permanecer más, abandonando, pues, al mecánico y a sus máquinas.
—¿No te parece que ha sido extraordinariamente artístico y bello? —preguntó Fernando, pero Luis le interrumpió muy encolerizado diciendo:
—¡Maldito Profesor... cómo nos ha engañado! ¿A ver, dónde está la solución que buscábamos? ¿Qué se ha hecho de la conversación que pensábamos mantener con él, para que el Profesor nos adoctrinase como a los discípulos de Sais?
—Bueno —repuso Fernando—, pero entretanto hemos tenido ocasión de ver unos artificios mecánicos, ¡y hasta incluso desde el punto de vista musical, ha sido interesante! Evidentemente el flautista es la famosa máquina de Vaucason, y el mecanismo que rige el movimiento de sus dedos es también el mismo que el de la figura femenina que sabe sacar esos acordados sonidos a su instrumento. Realmente el engranaje de las máquinas es extraordinario.
—¡Eso es precisamente lo que me vuelve loco! —repuso Luis—. Ya me han vapuleado y golpeado bien la música de todas esas máquinas, incluida la música que el Profesor ha tocado al piano, y la tengo tan metida en los huesos que será difícil que la olvide. Incluso la semejanza de los seres humanos con estas figuras sin vida, que imitan sus movimientos y sus acciones, me resulta algo horrible, siniestro e insoportable. Por supuesto que puedo imaginar la posibilidad de que estas figuras se muevan por medio de un mecanismo interior oculto que hasta les permita bailar artísticamente, y hasta darse el caso de que bailen con seres humanos y den vueltas y hagan reverencias, y hasta que el danzarín vivo enlace a la bailarina de madera y gire con ella. Pero, dime, ¿crees tú que podrías resistir verlo más de un minuto sin que te sobrecogiera un terrible espanto? Añádase a esto que la música mecánica me parece algo infernal y espantoso, y que, en mi opinión, una buena máquina de hacer medias sobrepasa con mucho al más perfecto y hermoso reloj de sonería.
»¿Crees que es, acaso, solamente el aliento que sale de su boca, con el que sopla los instrumentos de viento, y los ágiles dedos articulados que hacen brotar los tonos de las cuerdas, con ese poderoso encanto que despierta en nosotros un inefable y desconocido sentimiento, lo que nos hace presentir un mundo espiritual en la lejanía, al que aspira todo nuestro ser ardientemente? ¿No será, más bien, que ese espíritu se sirve de aquel órgano físico que es el autómata, para que lo que existe en su interior salga a la luz del día y resuene de forma que todos puedan oírlo, despertando al mismo tiempo idénticas resonancias, y luego, en armoniosa música, descubran al espíritu ese reino maravilloso, de donde proceden los acordes como encendidos rayos?
»Por medio de válvulas, resortes, palancas, rodillos, y toda clase de piezas mecánicas para lograr efectos musicales, se hace esta absurda experiencia de tratar de lograr únicamente con objetos lo que puede lograrse por medio del espíritu, que rige hasta los más mínimos movimientos. El mayor reproche que se le hace al músico es que toca sin sentimiento alguno, por lo cual realmente perjudica al espíritu de la música, o mejor dicho, anula la música en la música, de lo que se deduce que siempre tocará mejor el músico más insensible que la máquina más perfecta, ya que es de suponer que en algún instante logre despertar una momentánea emoción, lo que, evidentemente, nunca sucederá con la máquina.
»Los esfuerzos del mecánico para imitar a los órganos humanos y lograr tonos musicales por medio de mecanismos me parece que son una especie de guerra declarada contra el principio espiritual, que resplandece aún más a medida que se le oponen estas fuerzas; de ahí que prefiera una máquina construida conforme a los principios mecánicos, bien sea la más perfecta o la peor, por ejemplo un organillo, que se vale de un mecanismo para poner en movimiento lo mecánico, antes que al flautista de Vaucason y a la tocadora de la máquina armónica.
—He de reconocer que estoy de acuerdo contigo —dijo Fernando—, pues has expresado en palabras, con gran claridad, lo que yo hace tiempo sentía, sobre todo hoy cuando fuimos a ver al Profesor. Aunque no vivo y siento la música como tú, y aunque no soy tan sensible a toda clase de faltas, sin embargo, siempre me ha desagradado mucho lo muerto y lo rígido de las máquinas musicales. Todavía me acuerdo, cuando era pequeño, del malestar que me provocó un gran reloj de arpa (en casa de mi abuelo), cuando tocaba una musiquilla al dar la hora. Es un lástima que estos hábiles mecánicos dediquen todos sus esfuerzos a estos odiosos juguetes, en vez de emplearlos en el perfeccionamiento de los instrumentos musicales.
—Es cierto —repuso Luis— sobre todo por lo que respecta a los instrumentos de tecla donde hay tanto que hacer, y que ofrecen un vasto campo a los mecánicos tan diestros. Realmente es asombroso cuánto se ha progresado, por ejemplo en el piano de cola, en cuya estructura tanto influjo tienen el tono y la forma de tratarlo.
»Así pues, ¿no será, acaso, el mejor mecánico musical el que escuche los sonidos característicos de la Naturaleza, el que investigue los sonidos que pueblan los más heterogéneos cuerpos, para luego tratar de fijar esta misteriosa música en un órgano o instrumento que se adapte a la voluntad de los hombres y resuene a su contacto? Todos los ensayos que se han hecho para lograr sonidos y vibraciones por otros medios que los comunes, o sea mediante cilindros de vidrio y de metal, y por hilos de cristal, por barras de mármol, me parecen notables y dignos de consideración, y todos los progresos que se hacen en este sentido para profundizar en los secretos acústicos que yacen escondidos en toda la Naturaleza considero que más que ser un intento de ostentación o ansia de dinero tienden hacia la búsqueda de la perfección, mediante una invención lograda, lo cual es de alabar.
»De aquí resulta que, en tan poco tiempo, hayan surgido tantos instrumentos nuevos, con nombres nuevos y ostentosos, los cuales en seguida desaparecen, cayendo en el más absoluto olvido.
—La mecánica musical de que hablas —dijo Fernando—verdaderamente es muy interesante, aunque no acabe de comprender bien cuál sea el objetivo o la finalidad de todos los esfuerzos.
—Todo ello no tiene por objeto —repuso Luis— que el hallazgo del tono más perfecto; por mi parte creo que el tono es más perfecto conforme se aproximan a los misteriosos sonidos de la Naturaleza, que aún no han acabado de brotar de la tierra.
—Aunque yo no he profundizado en estos misterios —dijo Fernando—, te confieso que no te comprendo bien.
—Déjame que te lo explique un poco mejor —continuó diciendo Luis— tal como lo concibo.
»En los tiempos aquellos en que la raza humana vivía en santa armonía con la Naturaleza, y quiero servirme de la expresión de un inteligente escritor (Schubert en sus «Ensayos sobre los aspectos nocturnos de las ciencias naturales»), en la plenitud del don divino de la profecía y de la poesía, cuando la Naturaleza dominaba el espíritu de los hombres, y no a la inversa, y esta madre Naturaleza seguía alimentando desde lo más profundo de su existencia al hijo extraordinario que había engendrado; entonces también le acunaba con la sagrada música en eterno entusiasmo, y los maravillosos sonidos eran anuncio del secreto de su eterna actividad.
»Un eco de la misteriosa profundidad de aquellos tiempos es la legendaria creencia de la música de las esferas que, cuando yo era pequeño y leí por primera vez el sueño de Escipión, me llenaba de tan profundo recogimiento, que más de una vez en las silenciosas noches iluminadas por la luz de la luna me ponía a escuchar para ver si oía resonar los maravillosos acordes en las ráfagas del viento. Con todo, aún no han desaparecido de la tierra esos sonidos de la Naturaleza, de los que te acabo de hablar, pues ¿qué otra cosa es esa música aérea o las voces diabólicas de Ceilán que mencionan algunos escritores y que tienen un influjo tan grande sobre el ser humano, y hasta los observadores más tranquilos, cuando la oyen, se sienten sobrecogidos por un profundo terror y una compasión inmensa, al oír los sonidos que emite la Naturaleza, imitando los quejidos y lamentos humanos? Para decir verdad, yo mismo pasé por una experiencia semejante en mi juventud, en la proximidad de Kurisches Hoff en Prusia Oriental. Era ya muy avanzado el otoño, cuando me detuve unos días en una granja de aquella región, y en el silencio de la noche, al soplar suavemente el viento, escuché con toda claridad apagados sonidos de órgano, y a veces el sonido vibrante de campanas lejanas. A menudo podía diferenciar claramente el fa y el do, y hasta escuchaba el mi bemol, de tal modo que el penetrante acorde de la séptima alcanzaba tonos de la más profunda queja, y estremecía mi pecho con el más terrible dolor, incluso con espanto.
»A medida que nacen, van en aumento y se expanden esos sonidos de la Naturaleza, vemos que hay algo que irresistiblemente se apodera de nuestro ánimo, y el instrumento de que se vale tiene el mismo efecto sobre nosotros. Creo que la máquina armónica es el instrumento que tiene mayor parecido con esos tonos; además, precisamente este instrumento que imita de modo tan extraordinario los sonidos que emite la Naturaleza y que obra un efecto tan poderoso sobre nuestro ánimo no se deja sentir cuando hay ostentación y superficialidad, sino únicamente cuando reina una sagrada sencillez. Desde este punto de vista también hay que considerar el instrumento recién inventado que se llama armonium que, en lugar de valerse de campanas, se vale de un misterioso mecanismo que, sólo con apretar las teclas y dar vueltas a un cilindro, hace vibrar y resonar las cuerdas. El que toca puede dominar, de este modo, mucho mejor que con la máquina armónica, los sonidos que nacen, aumentan y se expanden, y puede decirse que todavía no se ha encontrado un instrumento que haya llegado con mucho a lo que puede hacer el armonium.
—He oído hablar de este instrumento —dijo Fernando— y he de confesar que sus tonos me han impresionado vivamente, a pesar de que el artista no lo tocaba muy bien. Por lo demás, te comprendo, aunque no acabo de ver bien la relación que existe entre esos sonidos de la Naturaleza, de los que hablas, con la música que hacemos por medio de instrumentos.
—¿No pudiera suceder, acaso —repuso Luis—, que la música que yace en el interior de nuestro ser fuera diferente de la que se esconde en la Naturaleza como un profundo secreto, y que únicamente resonase a través del órgano de los instrumentos, como bajo la presión de un poderoso sortilegio, del que somos dueños? Pero, únicamente cuando el espíritu obra en toda su pureza psíquica, o sea en sueños, se rompe el hechizo, y entonces hasta podemos escuchar en los conciertos de instrumentos conocidos esos sonidos de la Naturaleza y hasta percibimos cómo se engendran en el aire y luego flotan ante nosotros y se difunden y resuenan.
—Estoy pensando en las arpas eólicas —dijo Fernando, interrumpiendo a su amigo—. ¿Qué piensas de esa ingeniosa invención?
—El intento de hacer brotar sonidos y tonos de la Naturaleza —repuso Luis— me parece algo extraordinario y digno de admiración, únicamente creo que hasta ahora sólo se le ha ofrecido un mezquino juguete, que la mayor parte de las veces ella destroza en un momento de mal humor. He leído que están mucho mejor ideadas las arpas del viento que todas las arpas eólicas, que, al dejar pasar el viento, se convierten en una especie de juguete infantil. Las arpas del viento consisten en gruesos alambres tendidos en extensos espacios, que se ponen a vibrar al contacto con el aire, resonando poderosamente. Es aquí, sobre todo, donde un buen físico o un buen mecánico pueden encontrar un campo apropiado, es más, creo que con el avance que han experimentado las ciencias y la investigación, penetrando en los sagrados misterios de la Naturaleza, podremos llegar a percibir y ver a la luz del día las cosas que hemos presentido.
De pronto cruzó el aire un extraño sonido que, a medida que se hacían más poderosos sus acordes, recordaba el tono de una máquina armónica. Los amigos se sobrecogieron, y quedaron como pegados al suelo; luego, el mismo tono se convirtió en la melancólica melodía de una voz de mujer. Fernando, cogiendo la mano de su amigo, la apretó con una contracción sobre su pecho, pero Luis, temblando, musitó en voz baja: «Mio ben ricordati s'avvien ch'io mora». Encontrábanse, entonces, a las afueras de la ciudad, a la entrada de un jardín rodeado de una alta empalizada y de árboles; justamente ante ellos estaba sentada sobre la hierba una niñita muy mona que, dando un salto, dijo: «¡Ay, qué bien ha vuelto a cantar la hermanita, voy a llevarle una flor, pues sé muy bien que, en cuando ve los claveles, canta mucho mejor y más tiempo!».
Abalanzóse, con un gran ramo en la mano, hacia el jardín, dejando la puerta abierta, de modo que los amigos pudieron mirar dentro. Pero cuál no sería su sorpresa, e incluso un escalofrío les recorrió el cuerpo, cuando vieron allí al Profesor X, que estaba en medio del jardín, a la sombra de un fresno. En lugar de aquella sonrisa irónica que predisponía en contra suya, su semblante denotaba una profunda melancolía y seriedad, y su mirada dirigida hacia el cielo parecía contemplar beatíficamente el presentido más allá, que se escondía entre las nubes, y del cual daban noticia aquellos maravillosos sonidos que traía el hálito del viento a través del aire. De pronto, púsose a caminar a grandes pasos arriba y abajo del sendero, y en todos sus movimientos había algo vivo y animado. Por doquier resonaban notas de cristal refulgente, entre los oscuros arbustos y entre la arboleda, y como en un torrente de llamas de fuego que se extiende, aquel maravilloso concierto penetraba en su ánimo, encendiendo deliciosos anhelos celestiales. Hízose de noche y el Profesor desapareció tras de la empalizada, y los tonos fueron apagándose en un pianissimo. Entonces, en profundo silencio, los amigos se encaminaron hacia la ciudad. Como Luis fuese a despedirse de su amigo, Fernando, oprimiendo su brazo, le dijo:
—¡Ayúdame..., ayúdame...! ¡Tengo la sensación de que hay en mi interior una fuerza extraña que remueve las cuerdas ocultas de mi ser y las hace resonar a su antojo hasta hacerme perecer! ¿Acaso esa odiosa ironía con que nos recibió el Profesor en su casa no era la expresión del principio enemigo, y, acaso, no ha tratado de despacharnos con sus autómatas, para evitar cualquier relación conmigo?
—Es posible que tengas razón —repuso Luis— pues yo también tengo el presentimiento de que en cierto modo, aunque para nosotros sea un enigma indescifrable, el Profesor tiene parte en tu vida, o mejor dicho, en la misteriosa relación psíquica que tienes con esa mujer desconocida. Quizá él mismo, en contra de su voluntad, sea como un principio enemigo y sirva para combatir estas relaciones vuestras, y de ahí que le resulten odiosas tus amistades, ya que te afianzan contra tu fuerza psíquica y su voluntad, y más que nada te reafirman en tu relación con ella.
Los amigos decidieron no ahorrar ningún medio de aproximarse al Profesor para desentrañar el enigma que afectaba tan profundamente la vida de Fernando. A la mañana siguiente una segunda visita al Profesor X les llevó más lejos, pues Fernando recibió, inesperadamente, una carta de su padre, en la que le decía que se dirigiese, sin pérdida de tiempo, hacia B., así es que en pocas horas éste salió apresuradamente en caballo de postas, no sin antes asegurar a su amigo que nada le podría detener, y que regresaría a J. pasados catorce días.
Interesante en alto grado le resultó a Luis que, después de irse Fernando de viaje, pudo enterarse, por medio de aquel anciano que anteriormente había hablado de la participación activa del Profesor X en el Turco, que el Profesor X hacía todos estos artificios mecánicos por pura afición y capricho, pues realmente el objetivo de todas sus investigaciones eran las ciencias naturales.
El anciano elogió, sobre todo, las invenciones del Profesor referentes a la música, aunque hasta ahora no se les había comunicado nada. Su laboratorio secreto era un hermoso jardín, próximo a la ciudad, y a menudo quienes paseaban por allá habían oído resonar extraños sonidos y melodías, como si el jardín estuviera habitado por hadas y espíritus.
Pasaron los catorce días, pero Fernando no regresó. Por fin, dos meses después, Luis recibió una carta desde B. cuyo contenido era el siguiente:
«Lee y asómbrate, y entérate de lo que quizá habrás sospechado después de haber visitado al Profesor X, como me supongo que habrás hecho. En el pueblo de R, mientras cambiábamos los caballos, permanecí insensible, contemplando el paisaje. He aquí que pasa un coche y se detiene justamente ante la iglesia que estaba abierta; desciende de él una damita vestida con sencillez, a la que sigue un hombre joven y apuesto, con uniforme de cazador ornado de galones; luego dos hombres descienden de un segundo coche. El dueño de las postas comenta:
»"Ésta es la pareja forastera que hoy casa el pastor".
»De un modo mecánico me dirijo hacia la iglesia y entro justamente cuando el clérigo va a darles la bendición y termina la ceremonia. Miro y veo que la novia es la cantante, ella me mira, palidece y se desmaya, el hombre que está detrás de ella es el Profesor X.
»No sé más, no sé lo que sucedió después, ni tampoco cómo llegué hasta aquí, podrás saberlo por el Profesor X. Ahora siento en mi alma un bienestar y una alegría inusitados. El fatal oráculo del Turco era una condenada mentira, engendrada ciegamente a tientas, con falsas antenas. ¿Acaso la he perdido? ¿No será en el interior de mi ser eternamente mía? Tardarás mucho tiempo en saber de mí, pues me dirijo a K., y luego quizá vaya muy al Norte, hacia R».
Las palabras de su amigo sirvieron a Luis para ver claramente en qué estado de trastorno se encontraba su espíritu. Mucho más enigmático le resultó el resto, cuando se enteró de que el Profesor X no había abandonado la ciudad. «¿Y si fuera todo —pensó para sus adentros— el resultado del conflicto de extrañas asociaciones psíquicas que tienen lugar entre varias personas, y que una vez en nuestras vidas, atraen a su círculo algunos hechos independientes, de forma que los sentidos engañados lleguen a considerar las alucinaciones como ajenas a él? ¡Espero, sin embargo, que la alegría de la vida que yo siento en lo más hondo de mi ser quizá pueda servir de consuelo a mi amigo! El fatal oráculo del Turco se ha cumplido, y posiblemente, al cumplirse, ha desviado a tiempo el golpe aniquilador que le amenazaba».
—Y ahora, ¿qué? —dijo Otomar, cuando Teodoro se calló repentinamente—. ¿Esto es todo? ¿Ésta es la explicación que das? ¿Qué fue de Fernando, del Profesor X, de la bella cantante, del oficial ruso?
—¿No os he dicho de antemano que sólo era un fragmento lo que os iba a ofrecer? Aparte de eso, me parece que la historia del Turco parlante ya desde el principio fue esbozada de una manera fragmentaria. Quiero decir que la fantasía del lector o del oyente, al recibir poderosos impulsos, puede desplegarse luego a su voluntad. Pero, mi querido Otomar, si quieres quedarte tranquilo y saber cuál fue el destino de Fernando, recuerda la conversación sobre la ópera que leí hace poco. Es el mismo Fernando vivito y coleando el que aparece en escena, con todo su alegre ímpetu; lo que aquí ha sucedido pertenece a un período anterior de su vida, y sin duda alguna que todo le fue bien a este amante sonámbulo.
—A esto deberá añadirse —continuó diciendo Otomar—que a nuestro Teodoro desde siempre le ha gustado mucho avivar poderosamente nuestra fantasía con toda suerte de extravagantes historias, para luego interrumpirlas bruscamente. Llegará un día en que todos se quejarán de sus mixtificaciones. Hay que reconocer que desde hace tiempo toda su obra aparece de modo fragmentario. A veces, lee segundas partes sin preocuparse del principio ni del final, y en las representaciones sólo ve el segundo y el tercer actos, y así por el estilo.
—Aún conservo esta tendencia —dijo Teodoro—. No hay cosa que más me contraríe cuando leo un relato o una novela que ver el suelo en el que se edifica ese mundo fantástico, barrido al final, con una escoba histórica, que deja todo limpio, sin un granito, sin una mota de polvo, que no hay posibilidad alguna cuando se regresa a casa de sentir ni siquiera deseos de mirar entre las cortinas. En cambio, el fragmento de una historia ingeniosa impresiona mi alma de tal modo que da pie a la fantasía para tomar impulso, y el goce es más duradero. ¡A quién no le habrá pasado eso con la joven morena de Goethe!... A mí, sobre todo, ese fragmento de Goethe, del maravilloso cuento donde relata lo de la mujercita que lleva al viajero en una cajita, ¡siempre me ha producido un placer indescriptible!
—Basta —dijo Lotario, interrumpiendo al amigo—, basta; no hablemos más del Turco parlante, con esto ya está la historia terminada.

E.T.A. Hoffmann (1776-1822)



Impresionado por la visita, en Dresde, a los autómatas mecánicos de J.G. Kaufmann, el escritor, pintor y músico E.T.A. Hoffmann escribe en 1814 este cautivador cuento. Los artificios mecánicos tienen algo de siniestro al animarse, igual que las figuras de cera en su completa inmovilidad. La obsesión de Hoffmnann, y la del protagonista del cuento, nos muestra el lado más terrorífico de estos misteriosos mecanismos. Un año después escribe "El Hombre de la arena", historia de la muñeca mecánica, un autómata creación del profesor Spalanzani, que inspirará la música de Offenbach para el ballet de "Coppelia". En el prólogo de Carmen Bravo-Villasante se hace un pequeño recorrido por la historia de los autómatas y se señalan las creaciones más importantes.

HOFFMANN, E.T.A.
Los Autómatas
Pequeña Biblioteca Calamus Scriptorius, Barcelona/Palma de Mallorca, 1982
ISBN: 84-85354-53-1



  Fuentes:

http://www.circomelies.com/2009/01/los-autmatas-de-hoffmann.html


Dedicatoria :

Va con todo mi cariño a mi querida Gaby que me mando este cuento poco tiempo antes de fallecer. Con esta dedicatoria:

"Deseo cumplido para mi amiguita la "yoyega" !!!‏

Con todo mi amor va por tí amiga de tu yoyegita.Te quiero